domingo, 29 de julio de 2012

Reseña "Un Idilio" - Por Narella Maggio-


“Un Idilio” es un cuento escrito por el conocido autor, Horacio Quiroga, oriundo de Uruguay. Su vida, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los suicidios, culminaron por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse que padecía cáncer de próstata.  Los amores entre hombres maduros y jovencitas adolescentes son protagonistas, una vez más en sus obras. Nuevamente, este cuentista, dramaturgo y poeta puebla nuestra lectura con los avatares eróticos de sí mismo con muchachas jovenes. Publicado en el libro “Raros Matrimonios”, junto con “La voluntad” y “Miss Dorothy Phillips, mi esposa”
El entorno y el tiempo de esta historia no están detalladamente especificados, sin embargo podríamos llegar a obtener una vaga idea de los mismos. Un idilio, frecuentemente definido como una relación amorosa entre dos personas, generalmente breve e intensa, es lo que bien se relata aquí. Situación usual para la época, de un matrimonio por poderes, protagonizada por Nicholson. Este construye un falso lazo con la jovencita Sofía, hija de la señora Saavedra. Sin embargo, finalmente se convierte en una relación amorosa real entre ambos, cuando había empezado por un rechazo mutuo. Olmos el verdadero amor de Sofía, le encomienda a Nicholson, desposar a la joven, permaneciendo de esta manera, hasta su arribo desde España. Olmos confía en Nicholson, atándose a una vieja amistad durante la infancia, sin encuentros previos antes de semejante misión, manteniendo un contacto mediante telegramas.
Este relato posee una lectura sencilla y directa, pero no superficial. Los hechos que se desenlazan durante este escrito, se logran imaginar, hasta el punto de ponerse en el lugar de cada personaje, gracias a la realidad que describe. A pesar de no haber vivido en carne propia un matrimonio arreglado, sin consentimiento de los vinculados, tenemos conocimiento de los mismos. En muchas naciones aún existen este tipo de convenios, ya sea por poderes o interés. Por lo que el texto tiene una gran coherencia. El inicio del texto da lugar a un misterio acerca del señor Olmos, la cual continúa hasta su finalización, lo que permite que el lector tenga el deseo de proseguir con la lectura. En el punto culmine existe un margen para el lector, en el cual el mismo debe recrear los hechos que podrían suceder luego. Es decir que no se deja muy en claro la situación o relación que ambos protagonistas mantendrán.
Aquel que tenga la oportunidad de leerlo, pues le recomiendo que lo haga. Es en un buen modo de pasar el tiempo, descubriendo un poco más sobre la vida de Quiroga quien en cada obra nos deja un pasaje de su vida.  

viernes, 27 de julio de 2012

El Hijo


A la Deriva


El Almohadón de Plumas


Desde el Sur: Horacio Quiroga


El Infierno Artificial

Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.
El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares.
Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos -inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.
...¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.
Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.
Es todo cuanto queda de un cocainómano.
-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!
El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.
Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...
-¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!
¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.
Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?
El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa.
-Y eso, así... ¿la cocaína? -murmuró.
La voz de adentro sonó con inefable encanto.
-¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor... ¿cloroformo?
-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo también... Me mataría antes que dejarlo.
La voz sonó un poco burlona.
-¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.
-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.
Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.
La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.
-Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah, le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su droga a la cocaína. Vaya.
El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.
-¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina... ¿Usted conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no... en fin... ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.
Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.
Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos...
Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.
-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.
-¿Qué, entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.
El hombre se compadeció.
-Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no darán.
Sulfonal, brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!... Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.
Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga!
Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre, sin vida-miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la curación.
Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a descocainizarme.
¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito con cocaína... Ahora calcule usted lo que es pasión.
Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.
La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba visiblemente.
-Sí -prosiguió la voz- es el principio... Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.
Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural.
La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico...
Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.
Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.
En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.
Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.
Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente lujo de su falda inmaculada!
Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.
Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el profundo goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue la sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años... y con esa hermosura!
Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría extrañeza.
-Sí... -murmuré.
-No, no... -repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados movimiento de su cabellera.
Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.
¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos abiertos fijos en el techo.
Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!
Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.
-Matémonos -le dije.
Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:
-Matémonos -murmuró.
Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.
-Aquí no -agregó.
Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me maté a mi vez.
Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!
¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver, entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos muertos, que volvían obstinados...
La voz se quebró de golpe.
-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!
FIN

La Gallina Degollada


Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

El Espectro

Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí, desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las circunstancias en que actuamos.
Desde uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco cualquiera ya ocupado. No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo origen no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo estamos muertos.
De todas las mujeres que conocí en el mundo vivo, ninguna produjo en mí el efecto que Enid. La impresión fue tan fuerte que la imagen y el recuerdo mismo de todas las mujeres se borró. En mi alma se hizo de noche, donde se alzó un solo astro imperecedero: Enid. La sola posibilidad de que sus ojos llegaran a mirarme sin indiferencia, deteníame bruscamente el corazón . Y ante la idea de que alguna vez podía ser mía, la mandíbula me temblaba. ¡Enid!
Tenía ella entonces, cuando vivíamos en el mundo, la más divina belleza que la epopeya del cine ha lanzado a miles de leguas y expuesto a la mirada fija de los hombres. Sus ojos, sobre todo, fueron únicos; y jamás terciopelo de mirada tuvo un marco de pestañas como los ojos de Enid; terciopelo azul, húmedo y reposado, como la felicidad que sollozaba en ella.
La desdicha me puso ante ella cuando ya estaba casada.
No es ahora del caso ocultar nombres. Todos recuerdan a Duncan Wyoming, el extraordinario actor que, comenzando su carrera al mismo tiempo que William Hart, tuvo, como éste y a la par de éste, las mismas hondas virtudes de interpretación viril. Hart ha dado al cine todo lo que podíamos esperar de él, y es un astro que cae. De Wyoming, en cambio, no sabemos lo que podíamos haber visto, cuando apenas en el comienzo de su breve y fantástica carrera creó -como contraste con el empalagoso héroe actual- el tipo de varón rudo, áspero, feo, negligente y cuanto se quiera, pero hombre de la cabeza a los pies, por la sobriedad, el empuje y el carácter distintivos del sexo.
Hart prosiguió actuando y ya lo hemos visto.
Wyoming nos fue arrebatado en la flor de la edad, en instantes en que daba fin a dos cintas extraordinarias, según informes de la empresa: El Páramo y Más allá de lo que se ve. Pero el encanto -la absorción de todos los sentimientos de un hombre- que ejerció sobre mí Enid, no tuvo sino una amargura: Wyoming, que era su marido, era también mi mejor amigo.
Habíamos pasado dos años sin vernos con Duncan; él, ocupado en sus trabajos de cine, y yo en los míos de literatura. Cuando volví a hallarlo en Hollywood, ya estaba casado.
-Aquí tienes a mi mujer -me dijo echándomela en los brazos.
Y a ella:
-Apriétalo bien, porque no tendrás un amigo como Grant. Y bésalo, si quieres.
No me besó, pero al contacto con su melena en mi cuello, sentí en el escalofrío de todos mis nervios que jamás podría yo ser un hermano para aquella mujer.
Vivimos dos meses juntos en el Canadá, y no es difícil comprender mi estado de alma respecto de Enid. Pero ni en una palabra, ni en un movimiento, ni en un gesto me vendí ante Wyoming. Sólo ella leía en mi mirada, por tranquila que fuera, cuán profundamente la deseaba.
Amor, deseo... Una y otra cosa eran en mí gemelas, agudas y mezcladas; porque si la deseaba con todas las fuerzas de mi alma incorpórea, la adoraba con todo el torrente de mi sangre substancial.
Duncan no lo veía. ¿Cómo podía verlo?
A la entrada del invierno regresamos a Hollywood, y Wyoming cayó entonces con el ataque de gripe que debía costarle la vida. Dejaba a su viuda con fortuna y sin hijos. Pero no estaba tranquilo, por la soledad en que quedaba su mujer.
-No es la situación económica -me decía-, sino el desamparo moral. Y en este infierno del cine...
En el momento de morir, bajándonos a su mujer y a mí hasta la almohada, y con voz ya difícil:
-Confíate a Grant, Enid... Mientras lo tengas a él, no temas nada. Y tú, viejo amigo, vela por ella. Sé su hermano...No, no prometas. Ahora puedo ya pasar al otro lado...
Nada de nuevo en el dolor de Enid y el mío. A los siete días regresábamos al Canadá, a la misma choza estival que un mes antes nos había visto a los tres cenar ante la carpa. Como entonces, Enid miraba ahora el fuego, achuchada por el sereno glacial, mientras yo, de pie, la contemplaba. Y Duncan no estaba más.
Debo decirlo: en la muerte de Wyoming yo no vi sino la liberación de la terrible águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una mujer a nuestro lado que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y mientras él vivió, el águila no deseó su sangre; se alimentó -la alimenté- con la mía propia. Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una sombra. Su mujer fue, mientras él vivió -y lo hubiera sido eternamente-, intangible para mí. Pero él había muerto. No podía Wyoming exigirme el sacrificio de la Vida en que él acababa de fracasar. Y Enid era mi vida, mi porvenir, mi aliento y mi ansia de vivir, que nadie, ni Duncan -mi amigo íntimo, pero muerto-, podía negarme.
Vela por ella... ¡Sí, mas dándole lo que él le había restado al perder su turno: la adoración de una vida entera consagrada a ella!
Durante dos meses, a su lado de día y de noche, velé por ella como un hermano. Pero al tercero caí a sus pies.
Enid me miró inmóvil, y seguramente subieron a su memoria los últimos instantes de Wyoming, porque me rechazó violentamente. Pero yo no quité la cabeza de su falda.
-Te amo, Enid -le dije-. Sin ti me muero.
-¡Tú, Guillermo! -murmuró ella-. ¡Es horrible oírte decir esto!
-Todo lo que quieras -repliqué-. Pero te amo inmensamente.
-¡Cállate, cállate!
-Y te he amado siempre... Ya lo sabes...
-¡No, no sé!
-Sí, lo sabes.
Enid me apartaba siempre, y yo resistía con la cabeza entre sus rodillas.
-Dime que lo sabías...
-¡No, cállate! Estamos profanando...
-Dime que lo sabías...
-¡Guillermo!
-Dime solamente que sabías que siempre te he querido...
Sus brazos se rindieron cansados, y yo levanté la cabeza. Encontré sus ojos al instante, un solo instante, antes que Enid se doblegara a llorar sobre sus propias rodillas.
La dejé sola; y cuando una hora después volví a entrar, blanco de nieve, nadie hubiera sospechado, al ver nuestro simulado y tranquilo afecto de todos los días, que acabábamos de tender, hasta hacerlas sangrar, las cuerdas de nuestros corazones.
Porque en la alianza de Enid y Wyoming no había habido nunca amor. Faltóle siempre una llamarada de insensatez, extravío, injusticia -la llama de pasión que quema la moral entera de un hombre y abrasa a la mujer en largos sollozos de fuego-. Enid había querido a su esposo, nada más; y lo había querido, nada más que querido ante mí, que era la cálida sombra de su corazón, donde ardía lo que no le llegaba de Wyoming, y donde ella sabía iba a refugiarse todo lo que de ella no alcanzaba hasta él.
La muerte, luego, dejando hueco que yo debía llenar con el afecto de un hermano... ¡De hermano, a ella, Enid, que era mi sola sed de dicha en el inmenso mundo!
A los tres días de la escena que acabo de relatar regresamos a Hollywood. Y un mes más tarde se repetía exactamente la situación: yo de nuevo a los pies de Enid con la cabeza en sus rodillas, y ella queriendo evitarlo.
-Te amo cada día más, Enid...
-¡Guillermo!
-Dime que algún día me querrás.
-¡No!
-Dime solamente que estás convencida de cuánto te amo.
-¡No!
-Dímelo.
-¡Déjame! ¿No ves que me estás haciendo sufrir de un modo horrible?
Y al sentirme temblar mudo sobre el altar de sus rodillas, bruscamente me levantó la cara entre las manos:
-¡Pero déjame, te digo! ¡Déjame! ¿No ves que también te quiero con toda el alma y que estamos cometiendo un crimen?
Cuatro meses justos, ciento veinte días transcurridos apenas desde la muerte del hombre que ella amó, del amigo que me había interpuesto como un velo protector entre su mujer y un nuevo amor...
Abrevio. Tan hondo y compenetrado fue el nuestro, que aun hoy me pregunto con asombro qué finalidad absurda pudieron haber tenido nuestras vidas de no habernos encontrado por bajo de los brazos de Wyoming.
Una noche -estábamos en Nueva York- me enteré que se pasaba por fin El páramo, una de las dos cintas de que he hablado, y cuyo estreno se esperaba con ansiedad. Yo también tenía el más vivo interés de verla, y se lo propuse a Enid. ¿Por qué no?
Un largo rato nos miramos; una eternidad de silencio, durante el cual el recuerdo galopó hacia atrás entre derrumbamiento de nieve y caras agónicas. Pero la mirada de Enid era la vida misma, y presto entre el terciopelo húmedo de sus ojos y los míos no medió sino la dicha convulsiva de adorarnos. ¡Y nada más!
Fuimos al Metropole, y desde la penumbra rojiza del palco vimos aparecer, enorme y con el rostro más blanco que la hora de morir, a Duncan Wyoming. Sentí temblar bajo mi mano el brazo de Enid.
¡Duncan!
Sus mismos gestos eran aquéllos. Su misma sonrisa confiada era la de sus labios. Era su misma enérgica figura la que se deslizaba adherida a la pantalla. Y a veinte metros de él, era su misma mujer la que estaba bajo los dedos del amigo íntimo...
Mientras la sala estuvo a obscuras, ni Enid ni yo pronunciamos una palabra ni dejamos un instante de mirar. Largas lágrimas rodaban por sus mejillas, y me sonreía. Me sonreía sin tratar de ocultarme sus lágrimas.
-Sí, comprendo, amor mío... -murmuré, con los labios sobre el extremo de sus pieles, que, siendo un obscuro detalle de su traje, era asimismo toda su persona idolatrada-. Comprendo, pero no nos rindamos... ¿Sí?... Así olvidaremos...
Por toda respuesta, Enid, sonriéndome siempre, se recogió muda a mi cuello.
A la noche siguiente volvimos. ¿Qué debíamos olvidar? La presencia del otro, vibrante en el haz de luz que lo transportaba a la pantalla palpitante de la vida; su inconsciencia de la situación; su confianza en la mujer y el amigo; esto era precisamente a lo que debíamos acostumbrarnos.
Una y otra noche, siempre atentos a los personajes, asistimos al éxito creciente de El páramo.
La actuación de Wyoming era sobresaliente y se desarrollaba en un drama de brutal energía: una pequeña parte de los bosques del Canadá y el resto en la misma Nueva York. La situación central constituíala una escena en que Wyoming, herido en la lucha con un hombre, tiene bruscamente la revelación del amor de su mujer por ese hombre, a quien él acaba de matar por motivos aparte de este amor. Wyoming acababa de atarse un pañuelo a la frente. Y tendido en el diván, jadeando aún de fatiga, asistía a la desesperación de su mujer sobre el cadáver del amante.
Pocas veces la revelación del derrumbe, la desolación y el odio han subido al rostro humano con más violenta claridad que en esa circunstancia a los ojos de Wyoming. La dirección del film había exprimido hasta la tortura aquel prodigio de expresión, y la escena se sostenía un infinito número de segundos, cuando uno solo bastaba para mostrar al rojo blanco la crisis de un corazón en aquel estado.
Enid y yo, juntos e inmóviles en la obscuridad, admirábamos como nadie al muerto amigo, cuyas pestañas nos tocaban casi cuando Wyoming venía desde el fondo a llenar él solo la pantalla. Y al alejarse de nuevo a la escena del conjunto, la sala entera parecía estirarse en perspectiva. Y Enid y yo, con un ligero vértigo por este juego, sentíamos aún el roce de los cabellos de Duncan que habían llegado a rozarnos.
¿Por qué continuábamos yendo al Metropole? ¿Qué desviación de nuestras conciencias nos llevaba allá noche a noche a empapar en sangre nuestro amor inmaculado? ¿Qué presagio nos arrastraba como a sonámbulos ante una acusación alucinante que no se dirigía a nosotros, puesto que los ojos de Wyoming estaban vueltos al otro lado?
¿A dónde miraban? No sé a dónde, a un palco cualquiera de nuestra izquierda. Pero una noche noté, lo sentí en la raíz de los cabellos, que los ojos se estaban volviendo hacia nosotros. Enid debió de notarlo también, porque sentí bajo mi mano la honda sacudida de sus hombros.
Hay leyes naturales, principios físicos que nos enseñan cuán fría magia es ésa de los espectros fotográficos danzando en la pantalla, remedando hasta en los más íntimos detalles una vida que se perdió. Esa alucinación en blanco y negro es sólo la persistencia helada de un instante, el relieve inmutable de un segundo vital. Más fácil nos sería ver a nuestro lado a un muerto que deja la tumba para acompañarnos, que percibir el más leve cambio en el rostro lívido de un film.
Perfectamente. Pero a despecho de las leyes y los principios, Wyoming nos estaba viendo. Si para la sala, El páramo era una ficción novelesca, y Wyoming vivía sólo por una ironía de la luz; si no era más que un frente eléctrico de lámina sin costados ni fondo, para nosotros -Wyoming, Enid y yo- la escena filmada vivía flagrante, pero no en la pantalla, sino en un palco, donde nuestro amor sin culpa se transformaba en monstruosa infidelidad ante el marido vivo....
¿Farsa del actor? ¿Odio fingido por Duncan ante aquel cuadro de El páramo?
¡No! Allí estaba la brutal revelación; la tierna esposa y el amigo íntimo en la sala de espectáculos, riéndose, con las cabezas juntas, de la confianza depositada en ellos...
Pero no nos reíamos, porque noche a noche, palco tras palco, la mirada se iba volviendo cada vez más a nosotros.
-¡Falta un poco aún!... -me decía yo.
-Mañana será... -pensaba Enid.
Mientras el Metropole ardía de luz, el mundo real de las leyes físicas se apoderaba de nosotros y respirábamos profundamente.
Pero en la brusca cesación de luz, que como un golpe sentíamos dolorosamente en los nervios, el drama espectral nos cogía otra vez.
A mil leguas de Nueva York, encajonado bajo tierra, estaba tendido sin ojos Duncan Wyoming. Mas su sorpresa ante el frenético olvido de Enid, su ira y su venganza estaban vivas allí, encendiendo el rastro químico de Wyoming, moviéndose en sus ojos vivos, que acababan, por fin, de fijarse en los nuestros.
Enid ahogó un grito y se abrazó desesperadamente a mí.
-¡Guillermo!
-Cállate, por favor...
-¡Es que ahora acaba de bajar una pierna del diván!
Sentí que la piel de la espalda se me erizaba, y miré:
Con lentitud de fiera y los ojos clavados sobre nosotros, Wyoming se incorporaba del diván. Enid y yo lo vimos levantarse, avanzar hacia nosotros desde el fondo de la escena, llegar al monstruoso primer plano... Un fulgor deslumbrante nos cegó, a tiempo que Enid lanzaba un grito.
La cinta acababa de quemarse.
Mas, en la sala iluminada las cabezas todas estaban vueltas hacia nosotros. Algunos se incorporaron en el asiento a ver lo que pasaba.
-La señora está enferma; parece una muerta -dijo alguno en la platea.
-Más muerto parece él -agregó otro.
¿Qué más? Nada, sino que en todo el día siguiente Enid y yo no nos vimos. Únicamente al mirarnos por primera vez de noche para dirigirnos al Metropole, Enid tenía ya en sus pupilas profundas la tiniebla del más allá, y yo tenía un revólver en el bolsillo.
No sé si alguno en la sala reconoció en nosotros a los enfermos de la noche anterior. La luz se apagó, se encendió y tornó a apagarse, sin que lograra reposarse una sola idea normal en el cerebro de Guillermo Grant, y sin que los dedos crispados de este hombre abandonaran un instante el gatillo.
Yo fui toda la vida dueño de mí. Lo fui hasta la noche anterior, cuando contra toda justicia un frío espectro que desempeñaba su función fotográfica de todos los días crió dedos estranguladores para dirigirse a un palco a terminar el film.
Como en la noche anterior, nadie notaba en la pantalla algo anormal, y es evidente que Wyoming continuaba jadeante adherido al diván. Pero Enid -¡Enid entre mis brazos!- tenía la cara vuelta a la luz, pronta para gritar... ¡Cuando Wyoming se incorporó por fin!
Yo lo vi adelantarse, crecer, llegar al borde mismo de la pantalla, sin apartar la mirada de la mía. Lo vi desprenderse, venir hacia nosotros en el haz de luz; venir en el aire por sobre las cabezas de la platea, alzándose, llegar hasta nosotros con la cabeza vendada. Lo vi extender las zarpas de sus dedos... a tiempo que Enid lanzaba un horrible alarido, de esos en que con una cuerda vocal se ha rasgado la razón entera, e hice fuego.
No puedo decir qué pasó en el primer instante. Pero en pos de los primeros momentos de confusión y de humo, me vi con el cuerpo colgado fuera del antepecho, muerto.
Desde el instante en que Wyoming se había incorporado en el diván, dirigí el cañón del revólver a su cabeza. Lo recuerdo con toda nitidez. Y era yo quien había recibido la bala en la sien.
Estoy completamente seguro de que quise dirigir el arma contra Duncan. Solamente que, creyendo apuntar al asesino, en realidad apuntaba contra mí mismo. Fue un error, una simple equivocación, nada más; pero que me costó la vida.
Tres días después Enid quedaba a su vez desalojada de este mundo. Y aquí concluye nuestro idilio.
Pero no ha concluido aún. No son suficientes un tiro y un espectro para desvanecer un amor como el nuestro. Más allá de la muerte, de la vida y de sus rencores, Enid y yo nos hemos encontrado. Invisibles dentro del mundo vivo, Enid y yo estamos siempre juntos, esperando el anuncio de otro estreno cinematográfico.
Hemos recorrido el mundo. Todo es posible esperar menos que el más leve incidente de un film pase inadvertido a nuestros ojos. No hemos vuelto a ver más El páramo. La actuación de Wyoming en él no puede ya depararnos sorpresas, fuera de las que tan dolorosamente pagamos.
Ahora nuestra esperanza está puesta en Más allá de lo que se ve. Desde hace siete años la empresa filmadora anuncia su estreno y hace siete años que Enid y yo esperamos. Duncan es su protagonista; pero no estaremos más en el palco, por lo menos en las condiciones en que fuimos vencidos. En las presentes circunstancias, Duncan puede cometer un error que nos permita entrar de nuevo en el mundo visible, del mismo modo que nuestras personas vivas, hace siete años, le permitieron animar la helada lámina de su film.
Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming en el drama anterior. Si sus celos persisten todavía, si se equivoca al vernos y hace en la tumba el menor movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que separa la vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su favor, y el camino está entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming, y su eléctrica resurrección, queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que efectúe el actor, apenas se desprenda de la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos como por una fisura en el tenebroso corredor. Pero no seguiremos el camino hacia el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella de nuevo. Y es el mundo cálido del que estamos expulsados, el amor tangible y vibrante de cada sentido humano, lo que nos espera entonces a Enid y a mí.
Dentro de un mes o de un año, ella llegará. Sólo nos inquieta la posibilidad de que Más allá de lo que se ve se estrene bajo otro nombre, como es costumbre en esta ciudad. Para evitarlo, no perdemos un estreno. Noche a noche entramos a las diez en punto en el Gran Splendid, donde nos instalamos en un palco vacío o ya ocupado, indiferentemente.

Mas Alla

Yo estaba desesperada -dijo la voz-. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina, aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!
Yo le había dicho a mamá la semana antes:
-¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?
Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás:
-Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo -¿lo oyes bien?- preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto.
Esto dijo papá.
-Muy bien -le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo-: nunca más les volveré a hablar de él.
Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.
¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él.
¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.
-Muerta mil veces -decía él- antes que darla a ese hombre.
Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante?
Morir era preferible, sí, morir juntos.
Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría mil veces la muerte juntos, a la desesperación de no volverlo a ver más.
Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en el sitio convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.
No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si desde el fondo del pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis ensueños, como si todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio.
No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro y último abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar, comprendí, marcada de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de haber llegado a ser su novia, su esposa.
A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo que media entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos que me precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde de mi destino a contenerme... ¡tarde ya! Bruscamente, todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma, cesaron. Retrocedieron vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.
Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de pronto me estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.
¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!
El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos llevaba juntos abrazados a la tumba.
-Perdóname -me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello-. Te amo tanto que te llevo conmigo.
-Y yo te amo -le respondí-, y muero contigo.
No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a contemplar nuestra agonía? ¿Que golpes frenéticos resonaban en la puerta misma?
-Me han seguido y nos vienen a separar... -murmuré aún-. Pero yo soy toda tuya.
Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente pues en ese momento perdía el conocimiento.
***
Cuando volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no buscaba donde apoyarme. Me sentía leve y tan descansada, que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue sensible. Yo estaba de pie, en el mismo cuarto del hotel, recostada casi a la pared del fondo. Y allá, junto a la cama, estaba mi madre desesperada.
¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto al velador, de pie como yo, lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a su vez y venía sonriendo a mi encuentro. Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que rodeaban el lecho, y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de habernos encontrado.
Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que yo estaba como él: muerta.
Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento. Habíamos perdido algo más, por dicha... Y allí, en la cama, mi madre desesperada me sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.
Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo en una perspectiva nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros, muertos por suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de los policías. ¿Qué nos importaba eso?
-¡Amada mía!...-me decía Luis-. ¡A qué poco precio hemos comprado esta felicidad de ahora!
-Y yo -le respondí- te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaremos más, ¿verdad?
-¡Oh, no!... Ya lo hemos probado.
-¿E irás todas las noches a visitarme?
Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá que debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no pudieran traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.
Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones muy duras y los dedos muy rígidos.
Nuestros cadáveres... ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido algo de nuestra vida, nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras, amenazando hacer rodar a todos con ellos?
¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor. Antes... no había podido asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues iría a casa como novio mío.
-¿Desde cuándo irás a visitarme? -le pregunté.
-Mañana -repuso él-. Dejemos pasar hoy.
-¿Por qué mañana? -pregunté angustiada-. ¿No es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche, Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!
-¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?
-Sí. Hasta luego, amor mío...
Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada como si regresara de la primera cita de amor que se repetiría esa noche.
***
A las nueve en punto corría a la puerta de calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él en casa, de visita!
-¿Sabes que la sala está llena de gente? -le dije-. Pero no nos incomodarán
-Claro que no... ¿Estás tú allí?
-Sí.
-¿Muy desfigurada?
-No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!
Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las aletas de la nariz muy tensas y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el mismo que Luis esperaba ver durante horas y horas desde la esquina.
-Estás muy parecida -dijo él.
-¿Verdad? -le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos en seguida de todo, arrullándonos.
Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos con curiosidad el entrar y salir de las gentes. En uno de esos momentos llamé la atención de Luis.
-¡Mira! -le dije-. ¿Qué pasará?
En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos minutos antes, se acentuaba con la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas, no vistas aún allí, lo acompañaban.
-Soy yo -dijo Luis con ligera sorpresa-. Vienen también mis hermanas
-¡Mira, Luis! -observé yo-. Ponen nuestros cadáveres en el mismo cajón ... Como estábamos al morir.
-Como debíamos estar siempre -agregó él-. Y fijando los ojos por largo rato en el rostro excavado de dolor de sus hermanas:
-Pobres chicas... -murmuró con grave ternura. Yo me estreché a él, ganada a mi vez por el homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que venciendo quién sabe qué dificultades, nos hacían mis padres enterrándonos juntos.
Enterrándonos... ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre una cama de hotel, puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos dos fríos y duros cuerpos, ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor. Y a pesar de todo, sin embargo, nos habían sido demasiado queridos en otra existencia para que no depusiéramos una larga mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.
-También ellos -dijo mi amado- estarán eternamente juntos.
-Pero yo estoy contigo -murmuré yo, alzando a él mis ojos, feliz.
Y nos olvidamos otra vez de todo.
***
Durante tres meses -prosiguió la voz- viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos veces por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera retrasado un solo segundo, y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la puerta. Para retirarse no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media, aun las doce sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra yo arrancar mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida, paseándome por la sala con la cara apoyada en la palma de la mano.
Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de un cuarto a otro, asistiendo sin interés alguno al movimiento de mi familia, aunque alguna vez me detuve en la puerta del comedor a contemplar el hosco dolor de mamá, que rompía a veces en desesperados sollozos ante el sitio vacío de la mesa donde se había sentado su hija menor.
Yo vivía -sobrevivía-, lo he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi amado, de la presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se abría un abismo invisible y transparente, que nos separaba a mil leguas.
Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro idilio. De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce, gustábamos de extender nuestros paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y más amantes.
Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra lo que habíamos sido. Entramos en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde brillaba una lápida de mármol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada más.
-Como recuerdo de nosotros -observó Luis- no puede ser más breve. Así y todo -añadió después de una pausa-, encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos epitafios.
Dijo, y quedamos otra vez callados.
Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin redención eran aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la realidad, la vida depurada de errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos llamas de un mismo amor.
Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca nuestra felicidad sin nubes.
Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin otro fin ni otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir que mi novio me visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez, al irse, acortábamos más la despedida.
Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que él pudiera decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le contestaría cualquier cosa, para evitar mirarlo.
Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo las mías heladas, leí en sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me puse pálida como la muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:
-¡Luis! -murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra situación, porque soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy cuenta, sus ojos recobraron la clara ternura de otras veces.
-Hasta mañana, amada mía -me dijo sonriendo.
-Hasta mañana, amor -murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.
Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar esta palabra nunca más.
Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes. Todo en vano: no podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la mano, alejados a un metro uno del otro.
¡Ah! Preferible era...
La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis rodillas.
-Mi amor -murmuró.
-¡Cállate! -dije yo.
-Amor mío -recomenzó él.
-¡Luis! ¡Cállate! -lancé yo, aterrada-. Si repites eso otra vez ...
Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros -¡es horrible decir esto!- se encontraron por primera vez desde muchos días atrás.
-¿Qué? -preguntó Luis-. ¿Qué pasa si repito?
-Tú lo sabes bien -respondí yo.
-¡Dímelo!
-¡Lo sabes! ¡Me muero!
Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En ese tiempo pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del destino, infinitas historias de amor, truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de lo imposible.
-Me muero... -torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada. Él lo comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo rato.
-No nos queda sino una cosa que hacer... -dijo.
-Eso pienso -repuse yo.
-¿Me comprendes? -insistió Luis.
-Sí, te comprendo -contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me dejara incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.
¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un ataúd dos espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir! ¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar, cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro de un amor!
Ese beso nos cuesta la vida -concluye la voz-, y lo sabemos. Cuando se ha muerto una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis a sí, hubiera dado el alma por poder ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros fue sublime e insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto sustancial y siempre fiel de nuestros restos mortales.
Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio, tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y nos aguarden.
De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me desvanezco...

Un Idilio


"...En fin, como no podré volver allí hasta fines de junio y no querría de ningún modo perder aquello, necesito que te cases con ella. He escrito hoy mismo a la familia y te esperan. Por lo que respecta al encargo... etcétera."
Nicholson concluyó la carta con fuerte sorpresa y la inquietud inherente al soltero que se ve lanzado de golpe en un matrimonio con el cual jamás soñó. Su esposa sería ficticia, sin duda; pero no por eso debía dejar de casarse.
-¡Estoy divertido! -se dijo con decidido mal humor-. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a Olmos confiar la misión a cualquier otro?
Pero en seguida se arrepintió de su mal pensamiento, recordando a su amigo.
-De todos modos -concluyó Nicholson-, no deja de inquietarme este matrimonio artificial. Y siquiera fuera linda la chica... Olmos tenía antes un gusto detestable. Atravesar el atrio bajo la carpa, con una mujer ajena y horrible...
En verdad, si el matrimonio que debía efectuar fuera legítimo, esto es, de usufructo personal, posiblemente Nicholson no hubiera hallado tan ridícula la ceremonia aquella, a que estaba de sobra acostumbrado. Pero el caso era algo distinto, debiendo lucir del brazo de una mujer que nadie ignoraba era para otro.
Nicholson, hombre de mundo, sabía bien que la gracia de esa vida reside en la ligereza con que se toman las cosas; y si hay una cosa ridícula, es cruzar a las tres de la tarde por entre una compacta muchedumbre, llevando dignamente del brazo a una novia que acaba de jurar será fiel a otro.
Éste era el punto fastidioso de su desgano: aquella exhibición ajena. Ni soñar un momento con una ceremonia íntima; la familia en cuestión era sobrado distinguida para no abonar 10,000 pesos por interrupción de tráfico a tal hora. Resignose, pues, a casarse, y al día siguiente emprendía camino a la casa de su futura mujer.
Como acababa de llegar del campo, donde había vivido diez años consecutivos, no conocía a la novia. Recordaba, sí, vagamente a la madre, pero no a su futura que, por lo demás, era aún muy jovencita cuando él se había ido. La madre no era desagradable -decíase Nicholson, mientras se encaminaba a la casa-, aunque tenía la cara demasiado chata. No me acuerdo de otra cosa. Si la chica no fuera mucho peor, por lo menos...
Vivían en Rodríguez Peña, sobre la avenida Alvear. Nicholson se hizo anunciar, y la premura con que le fue abierto el salón probole suficientemente que su persona era bien grata a la casa.
La señora de Saavedra lo recibió. Nicholson vio delante de sí a una dama opulenta de carne, peinada con excesiva coquetería para su edad. Sonrió placenteramente a Nicholson.
-...Sí, Olmos nos escribió ayer... Muchísimo gusto... No hubiéramos creído que se quedara aún allá... La pobre Chicha... Pero, en fin, hemos tenido el gusto de conocerlo y de...
-Sí, señora -se rió Nicholson-, y de ser recibido con un título que no había soñado jamás.
-Efectivamente -soltó la risa la señora de Saavedra, perdiendo un poco, al echarse atrás, el equilibrio de sus cortas y gruesísimas piernas-. Si me hubieran dicho hace un mes... ¡qué digo un mes!, dos días solamente, que usted se iba a casar con mi hija... es menester que la conozca, ¿no es cierto? Pero ahí viene, creo.
Nicholson y la señora de Saavedra dirigieron juntos la vista a la portada donde apareció una joven de talle muy alto, vestido muy corto y vientre muy suelto. Era evidentemente mucho más gruesa de lo que pretendía aparentar. Por lo demás, la elegante distinción de su traje reforzaba la vulgaridad de una cara tosca y pintada.
-Creo recordar esta cara -se dijo Nicholson, a tiempo que la señora exclamaba:
-¡Ah! Es María Esther... Mi sobrina más querida; está unos días con nosotros, señor Nicholson... Mi hijo: el amigo de Olmos, que nos hará el honor de unirse a nuestra familia.
-Aunque provisoriamente, señorita, lo que causa mi mayor pesar -concluyó Nicholson, muy satisfecho del modo como allí tomaban las cosas.
-¿Ah, sí? -se rió María Esther, sin que se le ocurriera ni pudiera habérsele ocurrido otra cosa. Se sentó, echando el vestido de lado con un breve movimiento. Y entonces, seria ya, midió naturalmente de abajo arriba a Nicholson.
Un momento después entraba Sofía. Tenía el mismo cuerpo que su prima, y la misma elegancia de vestido. Igual tipo vulgar de cara, con idéntico estuco; pero la expresión de los ojos denunciaba más espíritu.
-¡Por fin! -exclamó la madre con un alegre suspiro-. Su prometida, señor Nicholson... ¿Quién te hubiera dicho, mi hija, que te ibas a casar en ausencia de tu novio, eh?
-¡Ah, sí! -¡se rió la joven, exactamente con la misma elocuencia de María Esther. Pero agregó en seguida-: Como el señor Nicholson es tan amable...
Y sus ojos se fijaron en él con una sonrisa en que podía hallarse todo, menos cortedad.
-Esta chica debe de tener un poco de alma -pensó Nicholson.
Entre tanto, la joven se había sentado, cruzándose de piernas. Como estaba de perfil a la luz, su cabello rubio centelleaba, y el charol de su pie arqueado a tierra proyectábase en una angosta lengua de luz.
Nicholson, charlando, la observaba. Hallábale, a pesar de su cabello oxigenado y su insustancialidad, cierto encanto. Como su prima, no sabía mucho más que las gracias chocarreras habituales en las chicas de mundo. Pero su cuerpo tenía viva frescura, y en aquella mirada había una mujer, por lo menos, cosa de que se alegraba grandemente por Olmos.
-En fin -reanudaba la señora de Saavedra-, aunque deploramos la ausencia de Olmos, porque un casamiento por poder está siempre lleno de trastornos, no...
-¿Trastornos? -preguntó Nicholson.
-Es decir... Ninguno, claro está. Pero comprenda usted bien... La pobre Chicha... ¿Verdad, mi hija, que desearías más...?
-Sí señora, sí; de eso no tengo la menor duda -creyó deber excusarse Nicholson-. Sería inútil pedirle opinión a la novia.
-¿Le parece? -se rió Sofía.
-La elocuencia no es excesiva -pensó Nicholson-. En fin, Olmos sabrá lo que ha hecho.
Y agregó en voz alta:
-Me parece efectivamente inútil pedir su opinión al respecto, y no así si la pregunta me hubiera sido hecha a mí.
La joven, aunque sin entender, se rió de nuevo.
-Por lo demás -prosiguió la madre-, supongo que Olmos le habrá dicho por qué no ha podido esperar. ¿Le dijo a usted por qué tenía necesidad...?
-Sí, señora; creo que una herencia...
-Sí; mamá, antes de morir, hace cuatro años, impuso como condición para la mejora que Sofía se casara a la edad en que se casó ella y me casé yo. Dicen los médicos que no tenía la cabeza bien... Mamá, la pobre... Son 300,000 pesos, usted comprende... Olmos, por bien que esté... Pensábamos efectuar la ceremonia a fin de este mes, en que Chicha cumple veinticuatro años. Olmos debía estar aquí para entonces, pero ya ve... No ha podido.
-En efecto -asintió Nicholson.
Y un rato después, cumplida su misión primera, se despedía de las damas.

II
Así, sin desearlo ni esperarlo, Nicholson se vio envuelto en un compromiso a toda carrera, puesto que debería casarse antes de un mes. Aunque se esforzaba en asegurarse a sí mismo de que todo aquello era ficticio, que jamás seria el marido de aquella chica, ni ella su mujer -lo que parecíale ya menos horrible-, a pesar de todo se sentía inquieto. Gran parte de esto provenía de la pomposa celebración de sus bodas. Alguna vez atreviose a insinuar a la familia que él, futuro esposo honorario, consideraba mucho más discreto una ceremonia íntima. ¿Con qué objeto festejar una boda de simple fórmula, a la que no aportarían los novios la alegría de un casamiento real?
Pero la señora de Saavedra lo detuvo: ¡Una ceremonia íntima! ¿Por qué? ¡Sería horrible eso! ¡No estaban de duelo, a Dios gracias! ¿Acaso no se sentían todos llenos de felicidad por ese matrimonio? ¿No era él un amigo de la infancia de Olmos? Y luego, el traje de Chicha; las amigas todas que deseaban verla casada -sin recordar lo que correspondía a su rango en la sociedad-. ¡No, por favor!...
Nicholson se rindió en seguida ante la última razón, que era específica.
Entre tanto frecuentaba la casa con mucha cordialidad, conservando siempre sus conversaciones con Sofía el tono ligero de la primera vez.
Comprobaba que Sofía era mucho más despierta de lo que se había imaginado. Acaso no tenga mucha alma -se decía- pero sí una maravillosa facultad de adaptación. En las dos últimas veces no le he oído una sola frase chocarrera. Si sus amigos habituales no le pervirtieran el gusto con sus chistes de jockeys, esta chica sería realmente aguda. Lástima de cara vulgar; pero una frescura de cuerpo y una mirada...

III
De este modo llegó por fin la víspera del gran día. Nicholson cenó con la familia, honor que correspondía de derecho a un futuro miembro de ella, bien que totalmente adventicio.
-Sí -protestaba Nicholson-. Jamás creí que llegaría a ser marido en tan deplorables condiciones.
-¡Cómo! -replicó la señora de Saavedra.
-¿Y le parece poco, señora? ¿Cree usted que voy a tener muy larga descendencia de este matrimonio?
-¡Oh, otra vez! -se rió la señora-. Se está volviendo muy indiscreto, Nicholson... Además -prosiguió reconfortada-, Chicha la tendrá.
-¿Qué cosa?
-Descendencia.
-¡Lo que es un gran consuelo para mí!
-Chicha le pondrá su nombre a su primer hijo.
-Y yo le querré mucho, señora; tanto más cuanto que debería haber sido mío.
-¡Nicholson!... Le voy a contar todo lo que dice a Olmos. Chicha: consuélalo.
-¿Cómo, que me consuele? -exclamó vivamente Nicholson.
-¡Si dice una cosa más de ésas, no se casa con mi hija, señor Nicholson! ¡Qué hombre! -concluyó la madre levantándose.
Pasaron a la sala. Durante un largo rato la conversación tornose grave. No quería la señora que el menor detalle de la gran ceremonia pudiera ser olvidado. Cuando todo quedó dispuesto y fijado prolijamente en la memoria, Nicholson se aproximó a Sofía.
-Veamos, mi novia -le dijo, acercando bien su rostro-. ¿Va a ser feliz?
La joven demoró un momento en responder.
-¿Cuándo?
-¡Hum!... Yo tengo la culpa; muy bien respondido. Mañana, mi novia.
-Sí; mañana, sí...
-¡Ah! ¿Y después, no? ¡Señora! -volvió la cabeza Nicholson-. Lo que responde su hija no está bien. Concluiré por enamorarme seriamente de ella.
-¡Muy bien merecido! Usted solo tendría la culpa.
-¿Y si ella, a su vez...?
-¡Ah, no, señor pretencioso! -se rió la madre-. ¡Eso no, esté usted seguro!
Nicholson retornó a Sofía. En voz baja:
-¿De veras?
La respuesta no llegaba, pero la sonrisa persistía.
-No sé...
Nicholson sintió un fugaz escalofrío y la miró fijamente.
-Me voy, señora -agregó-. Es menester que mañana tenga el espíritu firme.
-Venga un momento de mañana; esperamos telegrama de Olmos. Además, cualquier cosa que pudiera ocurrir...
-Vendré.
Y como Sofía lo despidiera con un "Mi marido...", la madre saltó:
-¡No, por Dios! Tu marido, todavía no. Tu novio, sí.
-¿Cree usted, por toda la desventura de los cielos, que habrá para mí diferencia cuando lo sea? -se volvió Nicholson.
-No, ninguna, por suerte. Y váyase, hombre loco.

IV
A la mañana siguiente tenía aún la señora de Saavedra el telegrama en la mano, cuando Nicholson llegó.
-¡Ah! Me alegro de que llegue ahora. ¿Sabe lo que dice Olmos?... Que no podrá venir hasta agosto. ¡Dos meses más! ¿Ha visto usted cosa más disparatada? ¡Su congreso, su congreso!... ¡Pero yo creo que su novia vale más que todo eso! ¡Pobre, mi hija!... ¿Usted no tuvo noticias?
-No, fuera de la carta última... ¿En qué pensará Olmos?
-Eso es lo que nos preguntamos todos en casa: ¿En qué pensará? ¡Mi Dios! ¡Cuando se tiene novia, se puede ser un poco menos cumplidor de sus deberes!...
-¿Y Sofía? ¿Llorando?
-No; está adentro... ¿Cómo quiere que no esté resentida con él? ¡Supóngase qué poca gracia puede hacerle esto! ¡Ah, los hombres!...
Como Nicholson quería discretamente irse, la señora de Saavedra lo detuvo.
-No, no, espérese; ahora va a venir Chicha... Por lo menos nos queda usted -se sonrió más calmada ya.
Sofía llegó. Estaba un poco pálida, y sus ojos, alargados por el pliegue de contrariedad de su frente, dábanle un decidido aire de combate. "Queda mucho mejor así", no pudo menos de decirse Nicholson.
-¿Qué es eso, Sofía? ¿Parece que Olmos no quiere venir?
-No, no quiere. ¡Pero si él cree que me voy a afligir!...
-¡Vamos, Chicha! -reprendiola la madre.
-¿Y qué quieres que haga yo? ¡Que se divierta allá! ¡Hace muy bien! ¡Lo que es por mí!...
-¡Chicha! -exclamó la señora, seria esta vez. Pero agregó para apaciguarla-: Mira que está tu marido delante. ¿Qué va a creer de ti?
La joven se sonrió entonces, volviendo los ojos a Nicholson.
-¿Usted me querrá, no es cierto, a pesar de todo?
-No veo por qué a pesar de todo. Con todo me parece mejor dicho...
-¿Y si Julio no viene hasta fin de año?
-La querré hasta fin de año.
-¿Y si no viene nunca?
-¡Nicholson, váyase! -interrumpió la señora de Saavedra-. Ya comienzan ustedes a disparatar. Chicha tiene que peinarse...
-Muy bien. A las tres, ¿verdad?
-No; esté aquí a las dos; es mejor.

V
De este modo, Nicholson se casó a las tres de ese día ante las leyes de Dios. Contra todo lo que esperaba, no se sintió inmensamente ridículo ostentando del brazo una novia que de ningún modo le estaba destinada. Hubo, sin duda, muchas sonrisas equívocas, e infinidad de groserías por parte de sus amigos. Pero, por motivos cualesquiera, sobrellevó con bastante alegría aquel solemne y grotesco pasaje bajo la carpa vistosa, como un rey congo, por entre una muchedumbre femenina que iba curiosamente a ver la cara que tiene una futura mujer.
Su relación con la familia Saavedra conservó el mismo carácter, jovial con la madre y de punzante juego con Sofía. No siempre la madre oía aquellos diálogos de muy problemática discreción, que, por lo demás, no la hubieran inquietado en exceso. ¿Qué era todo, en suma? Un poco de flirt con un hombre buen mozo y ligado a su hija con tal impertinente lazo, que hubiera sido de mal tono impedir aquél. La situación, de por sí equívoca, imponía elegantemente la necesidad de un flirteo agudo, como un almizcle forzoso a la desenvoltura de las muchachas de mundo.
Este sello de buen tono -que no es sino una provocativa manifestación de confianza en las propias fuerzas, que agudiza el deseo de afrontar el vértigo de los paraísos prohibidos- érale a Sofía doblemente indispensable por su ambiente y su condición de joven esposa. ¿Qué más picante flirt que el entretejido con un hombre a quien había jurado estérilmente ser condescendiente esposa?
Por todos estos motivos, la señora de Saavedra sentía muy escasa curiosidad de oír lo que se decían su hija y Nicholson.
-Paréceme que mi señora suegra tiene gran confianza en mí -decíale en tanto Nicholson a Sofía, sentado aparte con ella.
-Es muy natural -respondiole ella- lo raro sería que no la tuviera.
-¿Y usted?
-¿Qué... yo?
-Confianza en mí.
Sofía entrecerró los ojos y lo miró adormecida:
-¿De que no me va a ser infiel con otras?...
Bruscamente Nicholson extendió la mano y la cogió de la muñeca.
Sofía se estremeció al contacto y abrió vivamente los ojos, mirando a su madre. Nicholson se recobró y retiró la mano. Pretendió sonreírse, pero apenas lo consiguió. Ni uno ni otro tenían ya la misma expresión.
-¿Tendría confianza en mí? -agregó él al rato, repitiendo inconscientemente la pregunta anterior.
Sofía lo miró de reojo:
-No.
-¿Por qué?
-Porque no -repuso sólo.
La respuesta era rotunda.
-¿Pero por qué?
-Porque no.
Nicholson se detuvo y la miró con honda atención.
Sí, sí, era indudable; era aquel mismo cabello oxigenado, las mismas cejas pinceladas y la misma porfiada pesadez mental que retornaba de vez en cuando. Pero sus ojos, los de él, de Nicholson, no veían más que su pelo, su cara, la penetrante frescura de aquella mujer que era casi, casi suya...
Un momento después se retiró, muy fastidiado. En la calle reconsideró todas las cualidades de Sofía con minuciosa prolijidad. Recordó, sobre todo, la impresión primera, cuando la conoció: la cara vulgar y estucada, sus gracias chocarreras de jockeys, la desenvoltura provocante de su cruzamiento de piernas, su vulgaridad intelectual. Ahora no conservaba de todo esto sino el concepto. Fijábala en su memoria atentamente; constataba que así era ella en efecto, pero no veía. Hallábase en el caso de las personas que por la fuerza de la costumbre han llegado a no apreciar más lo chocante de un rasgo; con la diferencia, en la situación de Nicholson, que se trataba de una muchacha joven, fresquísima, a cuya casa iba, sin darse cuenta, más a menudo de lo que hubiera sido conveniente.
-Por todo lo cual -se dijo al entrar en su casa- dejaré de visitarla. Lo que ignoro es qué felicidad podrá caberle a Olmos con esa muchacha. Y pensar que a fuerza de verla he llegado a no notarlo más...
Y muy reconfortado con su reacción, acostose decidido a no ver a la familia de Saavedra hasta ocho días después.

VI
A la noche siguiente, la señora de Saavedra disponíase a hacer llamar el automóvil, cuando vio entrar a Nicholson.
-¡Oh, Nicholson! -sonriole sorprendida-. ¿Otra vez por aquí? Pero esta vez nos vamos; ¿nos acompaña a Mefistófeles? ¿Usted también iba?
-Sí, pero más tarde... Quise pasar por aquí un momento a saludarlas.
-Muy amable, Nicholson... ¡Sofía! Está tu marido.
Antes de que la madre la llamara, Nicholson había oído el largo y pesado paso, como al desgaire, de las chicas de mundo. Y constató, con una ligera pausa de la respiración, que los pasos se habían hecho bruscamente más rápidos al ser él nombrado...
Sofía apareció, pronta ya con la salida de teatro caída sobre un hombro; y mientras llegaba hasta él, Nicholson leyó en sus ojos brillantes de cálido orgullo la seguridad que de sí misma tenía con el ancho y hondo escote que entregaba a su mirada.
-¡Sí, perfectamente! -le dijo Nicholson.
-¡Sí, sí! -repuso ella.
-¿Qué... sí?
-Lo que usted piensa.
-¿Ahora mismo?
-No sé si ahora mismo... Que estoy menos fea, ¿verdad?
-Menos fea... menos fea... -murmuró Nicholson, devorando la carne con los ojos.
-Y además, vino hoy -prosiguió ella, embriagada por contragolpe de la embriaguez en que Nicholson empapaba su contemplación.
-Sí, vine hoy, y no pensaba venir en mucho tiempo.
La señora de Saavedra, ya de vuelta, oyó las últimas palabras
-¡Bueno, Nicholson! Nos vamos. ¿Irá a vernos?
-Sí, pero tarde. Y si Sofía llora...
-¡Más llorará usted cuando vuelva Olmos! Hasta luego.
Concluía el tercer acto cuando Nicholson entró en el palco. A más de la familia de Saavedra, había allí la prima que Nicholson conociera en la primera visita; su hermano, y una amiga, la ineludible amiga de las familias que tienen palco. En el entreacto, Nicholson maniobró hasta apartarse con Sofia -maniobra inútil, por lo demás, ya que su carácter de esposo equívoco y flirt forzoso abríale complacientemente el cambio a los vis à vis estrechos.
-Fíjese en la envidia con que nos miran -decíale Nicholson, mientras de brazos en el antepecho recorría curiosamente la sala.
-¡Ah! ¿A mí también me miran con envidia?
-¡Indudablemente! Yo soy su esposo.
-Bien lo querría usted.
-¿Y si Olmos muriera?
El diálogo se cortó bruscamente. Sofía volvió naturalmente la vista a otro lado, y no respondió. Nicholson, después de una pausa, insistió:
-¡Respóndame! ¿Y si Olmos muriera?
La joven repuso, sin volver a él los ojos:
-No sé.
-¡Respóndame!
-No sé.
-¡Sofía!...
-No sé.
Nicholson calló, irritado. Ya está de nuevo como antes -se dijo-. Su inteligencia no es capaz de otra cosa que los no sé. Lo que me sorprende es cómo se le ocurren a veces respuestas vivas. No sé, no sé... Ahora sí está contenta, cambiando con su prima cuantas expresiones lunfardas han aprendido hoy. Se mueren de alegría... Y con esa imbecilidad y esa cara... Y ese escote de marcheuse....
Decididamente, sentíase de más en el palco. Saludó a las señoras, cambió un fugaz apretón de mano con Sofía, y se retiró con un suspiro de desahogo. ¿Qué hacía él en verdad charlando de ese modo con la muchacha más insustancial del orbe entero? ¡Si aun fuese linda, por Dios! En cuanto a su amigo, ignoraba él hasta dónde estaba Olmos enamorado de la joven heredera con mejora de 300,000 pesos. Su amistad con Olmos databa de la infancia. Pero en los últimos diez años no se habían visto una sola vez. Olmos, recordando la fraternidad infantil, habíale confiado la misión aquella, que concluía, ¡por fin! Apenas veinte días más y Nicholson se vería libre de novia, esposa y toda la familia de Saavedra. ¡Y si a Olmos se le ocurriera siquiera volver antes!

VII
Consolado con esto, Nicholson pasó dos días sin soñar un segundo en ir a la calle Rodríguez Peña. Al tercero recibió carta de Olmos, en que le anunciaba su retorno, diez días antes de lo pensado. "Sin embargo -decíale- no me hallo bien del todo. Hace tres días que no tengo apetito alguno. Me canso y fastidio de todo. Debe de ser un poco de neurastenia que en cuanto pise el vapor, pasará."
Nicholson no vio en toda la carta sino que Olmos llegaría muy pronto, librándose para siempre de aquella vulgar muchacha. ¡Y si Dios quisiera hacerle temer una nueva pérdida de herencia para que el marido apresurara así su viaje, cuánto mejor!
Pero contra toda lógica, esto, que él consideraba una liberación, túvole todo el día irritado. Deseaba ardientemente que Olmos volviera, disgustándole al mismo tiempo su deseo. Y en su mal humor no notaba dos cosas: su creciente mala disposición para con Olmos, y su ensañamiento con Sofía. Ahora parecíale maravillosa la unión aquella: Olmos, con su hambre de heredera; ella, con su ciencia en destrozar visos de seda haciéndolos crujir sobre ruda etamina, conocimientos adquiridos ya a los nueve años en lecciones del "Sacré Coeur".
Por todo lo cual Nicholson se felicitaba, lo que no impedía que su mal humor creciera siempre.
Al día siguiente fue a comunicar la feliz nueva a la familia Saavedra.
-Sí, también nos escribió a nosotros -le dijo la madre-. ¡Qué dicha! Así usted se verá libre de nosotros. ¡Pobre Chicha! ¡Ya era tiempo!
Sofía entró, y Nicholson notó claramente que la primera mirada de la joven había sido de examen a su expresión, para ajustar la suya a la de Nicholson. Pero la animosidad persistía en éste, perfectamente mal disfrazada.
-Inútil preguntar cuánta es su felicidad, ¿verdad? -se dirigió a ella.
-Ya lo supondrá usted, que ha sufrido un mes teniéndome por esposa.
-Si yo he sufrido -repuso Nicholson- es por...
-Porque soy fea, y porque tengo la cara plebeya, y porque soy estúpida, ¿no es eso?
-¡Chicha! -exclamó la madre sorprendida. El rostro demudado y la acentuación de las palabras de Sofía expresaban claramente que ya no eran esas las locuras habituales en Nicholson y su hija-. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? Prosiguió, estudiándola detenidamente con insistente mirada de madre.
Pero Sofía había enmudecido, Nicholson intervino:
-¡No, señora! Es una broma que tenemos con Sofía.
-¡Es que no!...
-¡Bueno, mamá! Son cosas nuestras de marido y mujer. ¿Verdad, Nicholson?
-Verdad Sofía. Y tanto más cuanto que nuestro matrimonio está en vísperas de disolverse.
-Y muy a tiempo, me parece -repuso rotundamente la señora de Saavedra.
-Por lo cual me voy -dijo Nicholson, levantándose.
La señora lo examinó inquieta.
-¡Supongo que usted no es tan niño para haberse enojado por lo que he dicho!
-No es enojo, pero sí amargura. Perder nuestra mujer al mes y medio de casados...
-¿De veras? ¿Le da tanta pena, Nicholson? -se rió Sofía, con una punta de impertinente desprecio.
-Por mí, tal vez no; pero sí por Olmos.
-¡Ah! ¿Y por qué?
-Porque tendrá que sufrir con usted lo que he sufrido yo.
Y Nicholson leyó en la expresión súbitamente contraída de Sofia: "Sí, ya sé: mi cara chata, mi estupidez..."
-¡Si la hubiera querido menos! -concluyó Nicholson, riéndose, para mitigar la dureza anterior.
Pero la señora de Saavedra, cuyos ojos persistían en observar hondamente a su hija, hallaba por fin excesivo aquel flirt. Que Chicha gustara de Nicholson, muy bien, porque su hija era demasiado distinguida para adorar ciega y exclusivamente a su marido. Pero que se interesara en ese amorío hasta cambiar de color, eso podía comprometerla demasiado ante los demás -y sobre todo, demasiado pronto-... Por suerte, Olmos estaba ya en viaje.
-Ahora que recuerdo -exclamó la madre-, es muy extraño que Olmos no nos haya hecho telegrama al embarcarse. Ya debe estar en viaje.
-Sí, yo también me he acordado de eso -respondió Nicholson-. Tal vez quiera sorprenderlas.
-Tendrá celos -se rió nerviosamente Sofía.
Su madre se volvió a ella con el gesto duro.
-Para ser tu marido, te ríes ya bastante de él!
-Después se reirá él de mi inteligencia... ¿No es cierto, Nicholson?
-No sé -repuso éste ligeramente para cortar de una vez y dándole la mano-. No sé, porque me voy para siempre.
-¡Qué desesperación la mía, Nicholson!
-Todo pasará.
La señora de Saavedra creyó, sin embargo, deber aplacar esta tirantez...
-¿Hasta cuándo, Nicholson? -preguntole con naturalidad.
-Uno de estos días... Adiós.

VIII
Nicholson caminó largo rato, evocando todos los detalles de su visita anterior. Sentíase, sin saber por qué, muy disgustado de sí mismo, como si hubiese cometido una cobardía. Tenía, sobre todo, fijo en sus ojos el rostro demudado de Sofía cuando ésta había adivinado exactamente lo que él pensaba de ella. La sorpresa ante esa penetración inesperada que ya lo había confundido al oírla, reforzaba su malestar. No la hubiera creído Nicholson capaz de eso... Aquello denunciaba algo más que simple agudeza... Un detalle cabía solamente para explicar esa perspicacia de una inteligencia vulgar, sólo uno: que Sofía lo quisiera, y que lo quisiera mucho...
Y la sensación de haber cometido una baja cobardía traíale de nuevo el hondo disgusto de sí mismo. Repetíase en vano para calmarse: Sí, es fea, se pinta, no sabe sino destrozar visos. Pero no sentía lo que decía; la veía únicamente demudada por su brutal opinión. ¡En fin, todo aquello se acababa, y mejor! Iría aún una o dos veces a lo de Saavedra, antes que llegara Olmos. Y él, Olmos...
El corazón se le detuvo sintiéndose bruscamente mareado. Hasta ese momento no se había representado con precisión que ella sería la mujer de otro. Olmos, efectivamente, y muy pronto, sería su marido...
Apresuró el paso, esforzándose en pensar en otra cosa, en cualquiera, en una puerta de su casa, que chirriaba; en los aeroplanos búlgaros, en las infinitas marcas de cigarrillos que se ven cada día...
Tomó, por fin, un coche y se hizo llevar a Palermo, atormentándose en todo el camino con la seguridad plena de que había cortado como un estúpido su vida.

IX
La hallaba aún en este estado a la mañana siguiente, cuando recibió el telegrama:
"Olmos gravísimo tifoidea. Prepare familia."
Algo como un hundimiento de pesadilla, una angustiosa caída de que se cree no salir en todo el infinito del tiempo, sofocó a Nicholson. ¡Olmos se moría! ¡Estaba muerto ya, seguramente! Luego Sofía...
Pero sus últimas veinticuatro horas de sufrimiento habíanle dado tal convicción de lo estéril, de lo jamás conseguible, de la imposibilidad absoluta de un solo segundo de dicha, que ese delirante anuncio de vida tenía la angustia de un vértigo. Olmos gravísimo de tifoidea... Sí, era el malestar de la carta, la falta de apetito. Y había muerto... ¡Sofía, Sofía!
Ahora era el grito de todo el hombre por la mujer adorada, el ímpetu de felicidad a que nos lanza el despertar de un sueño en que la hemos perdido. ¡Suya! ¡Solamente de él, Nicholson!
No tenía la menor duda de que el telegrama era simplemente preparatorio. "Murió, murió", se repetía, sin hallar, ni buscarlo tampoco, el menor eco de su alma. Esa persona debía haber abrazado, besado a su Sofía... ¡Ah, no! ¡De él, únicamente, y nadie más!
Sentíase, sin embargo, demasiado agitado para ir en seguida a lo de Saavedra. Pasó el día vagando en auto, y al llegar la noche y retornar a su casa, encontró el segundo telegrama:
"Avise familia Saavedra fallecimiento Olmos anoche."
¡Se acabó! Ya estaba todo acabado. La pesadilla había concluido. Ya no habría más cartas ni telegramas de Europa. Allí, en la calle Rodríguez Peña, estaba ella, sólo para él... ¡Sofía!
Eran las nueve cuando Nicholson llegó. Tuvo apenas tiempo de oír resonar sus propios pasos en la sala desierta, cuando sintió el avance precipitado de la señora de Saavedra. Apareció demudada, gesticulando.
-¡Pero ha visto usted cosa más espantosa! -se llevó las manos a la cabeza, sin saludarlo-. Hace media hora que hemos recibido el telegrama. ¡Y así, de repente! ¡Qué cosa horrible! Usted sabe, ¿no?... Figúrese la situación nuestra... ¿Pero cómo ha sido eso?...
-¿De quién es el telegrama? -interrumpiola Nicholson, extrañado-. Yo recibí uno, diciéndome que les avisara a ustedes...
-¡No sé, qué sé yo!... Zabalía... cosa así. Algún comedido... ¡Pero si supiera el pobre Olmos la gracia que nos hace!... ¿Y por qué quedarse allí tanto tiempo?, es lo que yo digo. Y vea a la pobre Chicha... viuda, así, porque sí, casi en ridículo. ¡Esas cosas no se hacen, mi Dios! Vea: yo quería mucho a Olmos... ¡pero la situación ridícula, usted comprende!
Estaba profundamente contrariada.
-¡Yo me pregunto qué va a ser ahora de mi hija! Viuda, figúrese, porque el otro estaba en sus congresos... ¡Oh, no! Y ahí la tiene llorando... no sé si por el pobre Olmos, todavía... -agregó encogiéndose de hombros.
Pero Nicholson ardía en deseos de verla, de estar con ella.
-¿Muy desconsolada?
-¡Qué sé yo!... Está llorando... ¿Quiere verla? Háblele, es mucho mejor que usted le hable... Se la voy a mandar.
Nicholson quedó solo, y en los cinco minutos subsiguientes no hizo otra cosa sino repetirse que ahora él, personalmente, era quien la estaba esperando; y que dentro de cuatro minutos la tendría en sus brazos; y dentro de dos, únicamente; y dentro de uno...
Sofía llegó. Tenía los ojos irritados, pero el peine acababa, sin embargo, de componer aquella cabeza de llanto. Diole la mano con una sonrisa embargada, y se sentó. Nicholson quedó un rato de pie, paseándose ensombrecido.
-Estaba llorando y no se ha olvidado del peine -se decía. En una de sus vueltas, Sofía lo miró sonriendo con esfuerzo, y aunque él se sonrió también, su alma no se aclaró. Ella quedó de nuevo inmóvil, pasándose de rato en rato el revés de los dedos por las pestañas. Un momento después se llevó, por fin, el pañuelo a los ojos.
Nicholson sintió de golpe toda su injusticia. "¡Canalla!", se dijo a sí mismo. Se peina porque te quiere, porque quiere gustarte todo lo posible, y todavía...
Con el alma estremecida se sentó a su lado y la cogió suavemente de la muñeca. Sofía soltó el llanto en seguida.
-¡Sofía!... ¡Mi amor querido!...
Los sollozos redoblaron, mientras la cabeza de la joven se recostaba en el hombro de Nicholson. Pero ahora, él lo sabía, aquel llanto no era el desamparo de antes, el temor de que Nicholson no la quisiera más.
-¡Mi vida! ¡Mía, mía!
-Sí, sí -murmuró ella-. ¡Tuya, tuya!
Las lágrimas concluían, y una mojada sonrisa de felicidad despejaba ya la sombra del rostro.
-¡Ahora sí! ¡Mi novia, mi mujercita!
-¡Mi marido! ¡Mío querido!...
Cuando la señora de Saavedra entró, no tuvo la más remota duda.
-¡Es lo que me había parecido ya desde hace tiempo! No podían ustedes terminar en otra cosa... ¡Pero por qué no lo conocimos antes, Nicholson! ¡Figúrese los inconvenientes de esto, ahora! Si al otro no se le hubiera ocurrido pedir a mi hija antes de irse... ¡En fin! Ya que se ha muerto, no nos acordemos más de él.
Y era lo que ellos hacían.