jueves, 23 de agosto de 2012

Mi extraño vecino- Por Florencia Gustini


Hace poco me mude a un departamento a las orillas de la ciudad, un lugar muy tranquilo y agradable. La gente de mi edificio es un poco desagradable y todos son muy antipáticos…
Mi extraño vecino
Enfrente de mi puerta vive un vecino muy callado, lo que le hace muy interesante. Hemos entablado amistad y solemos hablar un largo rato por la noche cuando coincidimos tirando la basura. Nos gusta la misma música y al igual que yo, juega al fútbol en un modesto equipo. Aunque es muy agradable conmigo, actúa de manera muy extraña.
He intentado hablar con los vecinos y preguntarles por él, pero todos se cabrean cuando lo hago y me responden insultándome o pasando de mí.
Hace unos días aproveche a que vino mi casero a casa y le pregunte por el extraño vecino de enfrente. Cuando oí su respuesta me quede paralizado y sin saber que hacer:
-¿El piso de enfrente? Ahí no vive nadie, su antiguo propietario se suicidó en su interior y desde entonces ha estado cerrado.
Estuve unos días con fiebre y delirando. Ahora que lo sé espero no cruzarme otra vez con mi extraño vecino en el rellano, ni coincidir bajando la basura.

La bestia Rabiosa- Por Florencia Gustini


Los días en el campo se deslizan placidamente. La cantidad de horas de luz y la temperatura ambiente marcada por  las cuatro estaciones del año definen el ritmo de  las actividades: preparación de la tierra, siembra, cosecha etc. Parecería que el único tema de conversación en ese ámbito es el clima y cualquier suceso fuera de lo común puede llegar a convertirse debido a la soledad y la distancia en una verdadera tragedia.
Mi abuelo solía contarme lo que le había ocurrido a Don Belisario, el veterinario de su pueblo, un pueblo de campo.
Un viernes por la noche, Don Belisario recibe la visita de Juan, el peón de Don Pascual. Este le  pide que vaya al día siguiente por su campo a ver a Rosamora, su yegua favorita ya que no la veía bien.
Don Belisario vivía en el pueblo con su mujer y su hija. Ellas habían planificado ir el fin de semana a visitar a su hermana, cosa que hacían cada dos o tres meses.
Don Pascual vivía en La Rosada, su campito de cien hectáreas con su mujer ya que sus hijos trabajaban en la ciudad. Juan, el peón, vivía en La Rosada durante la semana y los fines de semana volvía al pueblo con sus padres y hermanos.
Ese sábado Don Belisario llevó a su mujer y a su hija hasta la Terminal de Ómnibus y luego subió a su vieja camioneta para dirigirse hacia La Rosada. Le costó arrancarla, seguramente sería la batería, pero luego de unos minutos, encendió y despacio rumbeó tomando el viejo camino de tierra hacia el campo de Don Pascual.
Hacía calor. Belisario pensaba estar de vuelta al mediodía y ya saboreaba los mates que seguramente lo convidaría Don Pascual.
Al llegar a la tranquera, se bajo sin apagar la camioneta, bajo, abrió la tranquera y luego de traspasarla la cerró por si había algún caballo suelto.
De la tranquera a la casa había unos quinientos metros. Busco la sombra de un eucalipto cercano y estacionó la camioneta.
Tomó el maletín y cuando se dispuso a bajar del vehículo, un perro desconocido, negro y corpulento se abalanzó ladrando enloquecido mientras apoyaba sus patas sobre la puerta de la camioneta.
Trató de dirigirle palabras suaves para tratar de calmarlo, pero el perro parecía un monstruo. Ladraba y jadeaba sin cesar. Echaba espuma por la boca, los ojos parecían desviarse y los pelos del lomo erizados le hicieron notar que estaba ante un perro rabioso.


Don Belisario hizo sonar la bocina, pero nadie se asomó. Intentó arrancar la camioneta, pero esta vez no le respondió.
El calor se hacía sentir y Don Belisario se encontraba preso en su camioneta de un perro rabioso. Justo a él. Un veterinario!
Era la primera vez que Belisario se encontraba en una situación de este tipo y no estaba preparado. No llevaba consigo ni agua ni alimentos. Ni hablar de armas. No tenía y tampoco sabía usarlas.
El calor y los nervios le hacían transpirar más de lo común. La camioneta, que estacionó a la sombra con el correr de las horas quedó expuesta a los rayos del sol que parecían concentrarse sobre la cabina de la camioneta convirtiéndola en un horno. Tenía sed y temía desmayarse en cualquier momento.
Belisario trató de dormirse, pero de tanto en tanto el perro se abalanzaba sobre su ventanilla echando espuma por la boca  enloquecido. Le preocupaba la ausencia de Don Pascual ¿Y si la bestia rabiosa lo había destrozado?
En el pueblo nadie lo echaría de menos, si no lo encontraban, pensarían que había ido a algún campo cercano a ver animales. Así que tenía que resistir hasta el lunes. Día en que Juan volviera al campo a trabajar. No tenía otra meta: Resistir.
Deseó que lloviera. Él, que siempre pensó que Dios era para los niños, que todavía inocentes podían depositar su Fe en los Reyes Magos, se vio de repente tratando de recordar el Padrenuestro. Si. Belisario se acordó de Dios. Hizo promesas.: “Si me salvo  de ésta iré a Misa todos los domingos”, “Si salgo vivo, me voy a Luján caminando” y cosas por el estilo.
Muchas cosas pasaron por la cabeza de Belisario. En especial lo triste que sería morir de esa manera tan absurda: de sed, preso de un perro rabioso. Justo a él, un veterinario de pueblo que lo único que deseaba era vivir en paz.
La bestia continuó girando enceguecida. Mató una paloma y la descuartizó con sus dientes. Luego arreció contra un cajón de madera. La locura del monstruo crecía con las horas como aumentaba la temperatura.
Se hizo de noche y aprovechó para dormir.
El domingo intentó arrancar la camioneta, pero por lo visto se había encaprichado y nuevamente no le respondió. Aprovechó el fresco de la mañana. Ya sabía lo que le esperaba por la tarde: el sol implacable secando su boca ya lastimada por  falta de líquido.

No tardó en desmayarse. Así lo encontró Juan al llegar el lunes por la mañana. Todos dicen que fue un milagro que haya resistido tantas horas sin agua con temperaturas tan altas.
Don Pascual y su esposa yacían destrozados del otro lado de la casa. Y la bestia negra , muerta junto a la camioneta.

Esa extraña voz en la radio- Por Florencia Gustini


March 21, 2012 at 4:17 am

Esta historia que voy a contarles me sucedió a mí personalmente, hace ya unos años. Todo es real, todo lo que cuento pasó realmente… Ya es cosa de ustedes si me creen o no.
En aquella época, yo tenía algunos problemas de insomnio. Me costaba dormir por las noches, coger el sueño sobre todo. Me despertaba en mitad de la madrugada y ya no podía volver a dormirme. Si alguno de ustedes ha pasado por eso, me entenderá. Es una sensación de impotencia total, el querer dormirte para descansar y no poder, dar vueltas y vueltas en la cama…
Insomnio
Ante ese panorama, decidí que a lo mejor, escuchando algún aburrido programa de radio, podría conciliar el sueño de una vez por todas. Así que cada noche me acostaba con mi pequeño transistor, sin ni siquiera auriculares, colocando el aparato justo al lado de mi cabeza, en la almohada. Escuchaba programas diversos, de deportes, de humor, de debate… El caso es que al final, en vez de aburrirme, me divertía con aquellos programas, les fui cogiendo gusto.
Mi problema de sueño seguía, y aunque ahora estaba algo más entretenido por las noches, no podía seguir sin dormir, porque el cansancio acumulado ya empezaba a afectarme gravemente en mis estudios e incluso en las relaciones con mis amigos y familiares. Así que decidí pasar de esos entretenidos programas, y busqué algo más tranquilo, algo relajante, que de verdad me diera ganas de dormir. Y lo encontré…
En una emisora que no se cogía del todo bien, con algo de ruido, encontré un programa que empezaba a medianoche, un programa algo extraño… Se basaba en poner músicas relajantes, con sonidos de la naturaleza, acompañadas de cuando en cuando por una voz, una voz de mujer muy atrayente, que contaba historias como si fuese una madre que quiere dormir a su hijo. No sé cómo, pero al poco de escuchar ese programa, yo ya estaba dormido como un tronco. Al día siguiente igual, y al otro, y al otro. Por fin había encontrado mi terapia ideal para conciliar el sueño. Las tranquilas melodías que sonaban en aquel programa y aquella voz tan melosa y adormecedora me servía de arrullo para dormir cada noche a pierna suelta.
No recuerdo exactamente cuánto llevaba escuchando el programa. Lo que si recuerdo es que era una noche de domingo. Al día siguiente tenía un examen a primera hora, e intenté acostarme temprano para estar lo más despierto posible. Sin embargo, llegó la medianoche, y seguía dando vueltas en la cama, así que decidí poner la radio y escuchar aquel programa, seguro de que con su ayuda conseguiría caer en los brazos de Morfeo.
Como tenía la emisora ya cogida de los días anteriores, solo tuve que encender la radio para escuchar aquella voz tan enigmática e intrigante. Seguía siendo la misma, pero hoy tenía un matiz diferente. Como más oscuro… La música, igualmente, parecía sacada de una película de terror. La historia que contaba aquella voz no era ni por asomo parecida a las otras. Era algo mucho más oscuro y desquiciante, la historia de una mujer que se volvía loca y comenzaba a matar a todos los que se lo ponían por delante.
La voz iba mimetizándose con la historia, hasta tomar un tono también de cierta locura, que me provocaba inquietud, y la música no ayudaba demasiado a que pudiese dormirme. Esta empezando a asustarme de verdad, por lo que decidí apagar la radio. Pero justo cuando iba a hacerlo, la voz gritó, de forma escalofriante.
-        ¡¡NOO!! No lo hagas. No apagues la radio. Ahora no…
Aquello me dejó helado. Era absurdo, pero parecía que aquella voz se refería a mí… que me estaba hablando directamente a mí. Y me pedía que no apagase la radio…
-        Te he acompañado muchas noches. He sido como una madre para ti. Te he arropado, te he cantado y contado cuentos para que te durmieras feliz. Ahora no puedes terminar con esto así… Debes acabar de escuchar la historia.
Estaba paralizado por el terror. Ahora ya no había dudas, aquella voz me estaba hablando a mí. No sabía que hacer, y aunque lo hubiese sabido, seguramente no habría podido hacer nada. Estaba totalmente congelado de puro miedo.
-        ¿Acaso no te gusta la historia de hoy? Es una historia diferente, sí, algo más… oscura. Pero es muy bonita, en el fondo. Y tiene un final feliz. Al final, la mujer se queda libre y tranquila, después de haber acabado con todos los que le hicieron daño alguna vez… Fue juzgada y murió después de una larga condena en la cárcel. Pero murió tranquila y satisfecha. Y lo sé porque aquella mujer soy yo.
No lo podía creer. Si aquello era cierto, ¿había estado escuchando la voz de una asesina durante todo ese tiempo? ¿La voz de una muerta? ¿Qué quería ahora de mí?
-        Eres el único que nos escucha todos los días. Siempre estás ahí. Y te lo queremos agradecer… Queremos hacerte una visita, una visita amistosa… Y proponerte que tú también te unas a este programa… que te vengas aquí a hablar conmigo, para que podamos conocernos, y tu puedas ser el nuevo locutor del programa…
Aquello me sobrepasaba. Estaba sudando y casi no podía ni respirar. ¿Aquella supuesta voz era la de una asesina que había muerto, y ahora quería llevarme a mí con ella? No sé cómo encontré el valor suficiente para agarrar el pequeño transistor y lanzarlo contra la pared, donde se estrelló y se hizo añicos. En ese momento todo cesó. La voz, la música… Todo estaba en calma. Pero aquella noche no pude dormir, ni a la siguiente, ni a la otra.
Solo con el tiempo he conseguido volver a conciliar el sueño de una manera más o menos normal. Pero desde entonces no he podido volver a escuchar la radio. Le tengo auténtico pánico. Y aún hoy, años después de aquello, todavía me parece escuchar esa misteriosa voz, como de lejos, mientras doy vueltas en la cama intentando dormir…

Reseña "Miel Silvestre"- Por Florencia Gustini




         La Miel Silvestre es un cuento escrito por Horacio Quiroga quien es sin duda, el narrador de las desgracias. Nació en salto Uruguay,  el 31 de diciembre de 1878, murió en buenos Aires Argentina  el 19 de febrero de 1937.Cuentista, dramaturgo y poeta Uruguayo. La miel silvestre es un cuento que pertenece al libro “Cuentos de amor, locura y muerte”. Cuentos de amor de locura y de muerte es un libro de quince cuentos de Horacio Quiroga publicado en 1917. En este libro conoceremos al Quiroga que ha conocido muy de cerca las realidades del amor, de la locura y la muerte, realidades que son, en ultimas, la constante trágica que atraviesa los cuentos escritos por un ser solitario como hombre y como escritor. Cuentos de un hombre aislado en plena selva, en la zona fronteriza de misiones, y también ya distanciado de lo que aprendió leyendo a Mauupassant o a Chejov. Tal parece que en Quiroga no exista la idea de triunfo o de felicidad plasmada en sus cuentos. Los seres simplemente luchan, se enfrentan entre si y combaten los obstáculos de la naturaleza.



      Una vez concluidos sus estudios de contaduría pública, Gabriel Benincasa tuvo el extraño deseo de aderezar su existencia con dos o tres choques de vida intensa. Para ello, nada mejor que la selva, en donde quizá podría encontrar alguna fiera y dispararle virilmente con su Winchester. Se dirigió a las tierras de su padrino, calzando sus recias botas y, una vez llegado, quiso ponerse manos a la obra. Mas el padrino, sabedor de la tradicional incompetencia que los citadinos suelen ostentar a la hora de sobrevivir en la selva, lo convence de que espere al siguiente día para que un peón lo guíe sin que se haga daño. A la segunda noche, Benincasa es despertado de pronto por el padrino y entonces, a la luz de las farolas, ve un río de hormigas que su padrino y dos peones tratan de mantener a raya regando creolina en el piso. Es la corrección, un torrente de hormigas pequeñas, negras y brillantes, que marchan arrasando con todo ser viviente que encuentren a su paso, y dejando sólo un esqueleto pulido, sin rastro alguno de carne. Al siguiente día, Benincasa regresa al monte, pero esta vez sólo con un machete, mucho más útil para abrir caminos entre las espesura de la maleza. Y cuando está por regresar, le llama la atención un tronco hueco en cuyo agujero patrullaban algunas abejas. Engolosinado de antemano, decide robar un poco de miel, sin sospechar que con ello labraba su propia perdición, porque la miel le causó efectos narcóticos y paralizantes, con lo que, pese a su terrible angustia, se quedó dormido en el tronco hueco, sin posibilidades de defenderse del río invasor de la corrección, que lo devoraría hasta dejar su esqueleto pulcro aún ataviado con la ropa, tal como su padrino lo encontraría dos días después.

            La miel silvestre, trata sobre el tema de
la poca contención de los deseos. Gabriel, el personaje que guía la historia, siempre había poseído un pasado relacionado con excesos en el consumo de alimentos y, en consecuencia, tenía sobrepeso. Pero no por ser obeso dejaba de tener anhelos de ser un explorador como otros, por lo que finalmente sale a cumplir su deseo y termina en la muerte, uno de los temas que presenta el mismo título del libro y que tanto renombre han dado al autor. El relato sucede en el monte, uno de los lugares donde mas se desarrollan los relatos de Horacio Quiroga, donde además busca definir al medio geográfico y la naturaleza, esto se podría afirmar ya que Quiroga vivió parte de su vida en Misiones, un lugar que esta lleno de naturaleza. Sin embargo no se podría descifrar el año en que ocurrió. Además, Con La miel silvestre Horacio Quiroga nos habla una vez más acerca de la pequeñez humana frente a ciertos fenómenos de la naturaleza, como la corrección, esas hormigas purificadoras que acaban en un santiamén con un muchacho, Benincasa, quien preso de absurdos sueños de intensidad, a lo único que acude a la selva es a la cita con su propia muerte. En éste cuento, la ficción narrada se vale de las ciencias biológicas, la entomología y la botánica, para llevar el tema a los límites de la ficción- realidad y tiene un valor de veracidad, aunque esto no se podría tomar para el tema de las hormigas carnívoras, quienes son las que devoran al protagonista. A estos últimos Quiroga  los presenta sumidos en una felicidad casi perfecta, en un sentido de la vida superior a las torpezas humanas, es decir, Siempre demuestra que los animales superan a los seres humanos. A pesar del horripilante episodio que encierra a “La miel silvestre”, puede notarse la abrumadora frialdad de la narración, como allí domina una lógica imperturbable y aniquiladora.

Tanto el cuento “La miel silvestre”, como el libro donde se encuentra” cuentos de Amor, locura y muerte” son recomendables para las lecturas literarias colegiales o para pasar los ratos imaginándonos estos hechos. No duden en leerlo, aunque no, nos parezca estas lecturas vienen con enseñanzas, ya que de alguna manera Horacio Quiroga obliga a sus lectores -grandes y chicos- a plantearse la sociedad de los seres vivos como la de una balanza que siempre se desequilibra por el lado de los humanos.

Reseña "El Hijo"- Por Florencia Gustini



            “El hijo” es una narración de Horacio Quiroga, quien  nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1879, y murió en Buenos Aires el 19 de febrero de 1937. Después de la publicación de su primer libro, en versos, Los arrecifes de coral (1901), se trasladó seguidamente de manera definitiva a la Argentina, donde transcurrió el resto de su vida. Su vida estuvo presidida por la tragedia: La muerte accidental de su padre, a quien se le escapó un tiro de escopeta mientras descendía de un bote, la cual transcurre cuando Quiroga tenía sólo 2 meses; la pérdida de dos hermanas, Pastora y Prudencia, que murieron de fiebre tifoidea en el Chaco argentino; el suicidio de su padrastro, Ascencio Barcos, delante suyo luego de sufrir una terrible parálisis cerebral; tras seis años de matrimonio, Ana María Cirés (su primera esposa, con la cual se casa en el año 1910, luego de haber vencido la dura oposición de la familia Cirés) agoniza ocho días después de haberse envenenado; también su hija Eglé, nacida en Misiones, en el año 1911, se quitaría la vida un año después de su muerte (1937); y Darío Quiroga, su hijo, se mataría en 1952. Asimismo, María Elena Bravo, su segunda esposa y la única adolescente que lo amó si sortear oposiciones familiares (era 30 años menor que el escritor, y amiga de su hija Eglé), lo abandonó en medio de su selva, después de seis años de matrimonio, llevándose a “Pitoca”, la pequeña hija de ambos. En 1936 debió internarse en el Hospital de Clínicas por un dolor en el estómago. Cinco meses después, un médico le dijo que tenía cáncer. Quiroga no dijo ni una palabra. Salió a dar una vuelta por la ciudad y esa misma medianoche se suicidó con cianuro. “El hijo” es un cuento publicado n el año 1945, y mas tarde recopilado en El síncope blanco y otros cuentos de locura y terror. Valdemar, es una de las editoriales donde se encuentra esta narración.
                         La historia de “El Hijo” trata sobre que un  muchacho de trece años se despide después de las recomendaciones y de la orden de volver a la hora de almorzar de su padre, para partir a cazar. El niño ha sido inculcado desde muy pequeño en la precaución al peligro. Con escopeta al hombro, el hijo se dispone a cruzar el monte. No fue fácil para un padre viudo como él, educar a su hijo de esta manera, consciente de que en peligro, con lo único que se cuenta es con las propias fuerzas. Sumado a esto, el padre ha tenido que resistir los tormentos morales que recurrentes alucinaciones le han hecho sentir. Más de una vez ha visto a su hijo bañado en sangre, víctima de un incierto accidente. Pero ese día, el amor que su hijo le profesa le hace olvidar esas terribles imágenes y le devuelve la tranquilidad. Al rato, suena un disparo, el padre piensa que su muchacho ha matado por lo menos dos palomas, sin embargo continua su tarea. Más tarde se da cuenta que son las doce y no ha llegado el hijo, el progenitor pensando que su hijo no demora, que ya esta por llegar,  decide esperarlo más tiempo. A las doce y media el hombre sale a buscar al muchacho, pensando que ha ocurrido algo malo, imaginando cosas, entra al monte, recorre las sendas de caza y alucina con que encuentra a su hijo y regresan juntos a casa ya siendo casi las tres. Pero en realidad el pequeñuelo yace muerto, el chico ha fallecido al no tener cuidado al cruzar el alambrado con la escopeta en la mano. Se puede deducir que los hechos se manifiestan en la temporada de verano,  donde se avista el calor, es una estación de bastante calma y sol, la naturaleza esta resplandeciente, con ambiente muy tranquilos. En el campo hay pájaros y una vegetación abundante. Cronológicamente se puede decir que Los hechos transcurren desde las diez de la mañana cuando el hijo se despide y sale a cazar, hasta faltando poco tiempo para las tres de la tarde cuando el padre encuentra al muchacho ya muerto. La obra no especifica ni fechas, días o mes pero gracias a que se dice en el cuento que es verano, se puede calcular que las narraciones se ubican entre los meses de diciembre a marzo. El relato sucede en el monte donde El muchacho va a cazar al monte y en un alambrado muere. Podríamos decir que ocurrió en Misiones, donde Horacio Quiroga paso la mayor parte de su vida allí.
            El universo variado de Horacio Quiroga se manifiesta   a través de sus narraciones, en donde queda reflejado lo que ha vivido y cómo lo ha vivido en creciente intensidad, plasmando de manera evidente su temperamento y carácter. “El Hijo” es un cuento que refleja un sentimentalismo paternal intenso. En donde se manejan tanto vivencias reales como fantasías, con fuertes dosis de tragedia y fatalismo.  Pasando de lo real a lo ficticio sin divagar, describe sólo lo necesario. En cinco páginas, el autor nos regala su sentir social y humano, estilizándolo con una gran capacidad de transformación de la fantasía. La mayor parte del cuento es la descripción minuciosa y rica de las distintas etapas de ese proceso que comienza en una feliz y confiada espera y concluye en la patética alucinación final. En este relato se mezclan muchos temas como: La confianza, La franqueza existente en la relación padre-hijo se vislumbra con la obediencia del muchacho, el siempre hace lo que su padre manda, así como este ultimo conoce tan bien a su hijo que hay momentos en que sabe justo lo que el pequeño va a realizar; el amor, sentimiento que sobresale en la obra, el padre quiere demasiado a su hijo, por esto trabaja fuertemente para sostener y educar a su hijo, le enseña cosas como contar con sus propias fuerzas, también por esta estimación se presenta la tristeza de imaginar a su hijo muerto; la cacería, alrededor de el amor a este pasatiempo, se vislumbra un estrecho vinculo entre los dos personajes; se puede observar que los dos comparten el gusto por cazar animales, por ejemplo en el hecho de que el padre le regaló una escopeta al muchacho. También se nota claramente que es una insinuación realizada por el autor debido a que es claro que Horacio Quiroga poseía una pasión por la caza y las armas de fuego que procedí de su familia, y que también esto causó muertes alrededor del escritor; y la el fallecimiento del niño, donde la reacción del padre es bastante extraña por que él sufre de alucinaciones, además que es un hombre que ya había sufrido una muerte trágica a su alrededor, la de su esposa, así como la de su chico, que es bastante triste puesto que la única esperanza que le quedaba al padre era su niño. El vocabulario es bastante adecuado para todas las edades. Para muchos, el cuento "El hijo", es uno de lo más bellos y perfectos que se hayan escrito en la lengua española, porque Quiroga aquí logró trascender el dolor y la tragedia, utilizando el amor paternal y la ternura en forma tajante, dándole el justo corte dramático y desgarrador. Quiroga manipula la curiosidad y la imaginación de la audiencia en forma insistente y meticulosa. Resalta los sentimientos de los que no puede escapar un ser que se describe en un ambiente rudo. En resumen, se puede llegar a múltiples conclusiones con respecto al final de este cuento. lo cierto, es que brinda la oportunidad para construir desenlaces que puedan darle mas sentido a la dinámica imaginativa de la estimada audiencia. Es un cuento muy bonito, sencillo, simple en cuanto su estructura y a recursos literarios pero que me marcó en el sentido de cómo un padre puede mostrar su devoción hacia  su hijo, como el sentimiento paternal es tan fuerte que se convierte en una razón de vida para el protagonista de esta narración.
            En conclusión, es narración muy agradable para leer y para conocer un poco mas sobre la vida de este gran escritor, Horacio Quiroga. No es difícil de interpretar y posee una extensión bastante adecuada. Además posee un poco de misterio, lo que a la mayoría nos gusta.




Reseña "La gallina degollada"- Por Florencia Gustini



       La gallina degollada es un cuento de terror del escritor uruguayo-argentino Horacio Quiroga, publicado por primera vez en su obra “La gallina degollada y otros cuentos”, en 1925. Horacio Quiroga fue un notable poeta, dramaturgo y cuentista uruguayo. Seguidor del modernismo latinoamericano (cuyo principal exponente es el poeta nicaragüense Rubén Darío), fue muy influido por la lectura de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, por lo que sus textos se pueden vincular claramente con la corriente literaria conocida como naturalismo. Asimismo, no sólo se lo compara a Poe por su magistral composición del relato, sino también por los avatares de su tormentosa vida, marcada por la enfermedad, la tragedia y el suicidio final.
       Este cuento trata sobre la situación que viven los   hijos del matrimonio de Mazzini y Bertha, cuenta sobre como siendo un matrimonio feliz, a los tres meses de casados deciden   tener hijos, cuando nació su primer hijo fueron muy felices hasta que al año y medio   tuvo convulsiones y a la mañana siguiente quedó   paralizado y con un retraso mental importante, sus papas muy tristes deciden tener otro hijo que igualmente a los dieciocho meses enfermó de meningitis;   nuevamente se repitió la historia al tener unos mellizos, así que el matrimonio tuvo cuatro hijos con retaso mental. Aún entre la crisis del matrimonio por sus hijos enfermos y de culparse entre sí por esta situación,   después de un tiempo   tuvieron una niña sana, la cual es criada con muchos mimos y consentida en muchos aspectos por el temor de que le ocurriera lo mismo , mientras que a los hermanos los descuidaban cada vez mas. Una tarde, por distracción de los padres, la niña salta el muro de su casa próximo al lugar donde permanecían los cuatro hermanos, éstos la atacan y la degollan como   habían visto que la sirvienta mataba a una gallina para el almuerzo.

       “La gallina degollada” es un cuento de terror y suspenso, un poco intrigante al principio y escalofriante al final. Se podría decir que al comienzo de esta historia no nos podríamos imaginar de que se trata o por lo menos no podríamos descifrar un final como este ni mucho menos. También mezcla temas como Amor, horror, crueldad, muerte y problemas sociales. El amor está presente, entre los esposos, en un principio entre los esposos y su primer y segundo hijo, y luego a la niña a la que le profesan más amor que a ninguno otro; el horror y la crueldad se encuentra cuando degollan a la gallina y los niños presencian esto, al igual cuando los niños asesinan a su hermanita; la muerte por supuesto cuando muere Bertita y la gallina, y el deseo en algunas oportunidades de que los niños murieran; el problema social, se presenta en el caso de que no son bien vistos estos pobres niños enfermos  en el ambiente social donde se desarrolla la historia, esta otra causa del abandono de sus padres a ellos. La acción se desarrolla en las afueras de Buenos Aires, pues el autor nos da una pista para su localización: “Después de almorzar, salieron todo. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas”. Aunque no hay referencias directas de la época, por el contexto y los personajes se puede decir que es contemporáneo del autor. Es un cuento que se desarrolla en un ambiente burgués, por la forma de ser de los personajes y por detalles como que viven en una casa con jardín en un barrio rico a las afueras de Buenos Aires, tienen un medico familiar que acude a la casa y la criada se encarga de la atención y cuidado de los niños. Los personajes son pocos: La Criada, Bertita, Berta, Manzini y Los cuatro hermanos .La extensión es bastante adecuada, lo que nos hace una lectura sencilla, y no densa. Sin embargo hay verbos que nos pueden llegar a trabar la lectura, como por ejemplo, hízole, escapóse, olvidóse, entre otras ya que  para mi gusto están utilizados de una mala manera. Esto no nos indica que el cuento no se entienda ni nada por el estilo. Es recomendable para todas las edades ya que es atrapante , y es importante remarcar la imaginación que ha utilizado el autor para este cuento, como en tantos otros. El final es bastante concreto  pero nosotros podríamos seguir imaginando lo que sucedería después. El mensaje implícito que el autor expresa, es el hecho que los padres subestimaron la estupidez de los 4 hijos, sin darle cuenta que en vez de lamentarse por sus desgracias podían haber dado más tiempo en enseñarles porque al final se demostró que eran capaces de copiar conductas, y no ir a través del camino del abandono y el egoismo
     Es recomendable este cuento para aquellas personas que buscan un cuento de terror y para aquellos que buscan algo corto para pasar el relato y entretenerse ni más ni menos que con la imaginación como es en este caso la lectura.

Reseña "La tortuga Gigante"- Por Florencia Gustini


             El cuento "La tortuga gigante" es del desatacado escritor uruguayo Horacio Quiroga, quien nació en 1878 y murió en 1937. El texto fue publicado inicialmente en la revista "Fray Mocho" en Buenos Aires (año V, n º 225, 18 de agosto de 1916) y recogido posteriormente en "Cuentos de la selva” para niños, editado por la Cooperativa Editorial Limitada Buenos Aires, Agencia General de Librería y Publicaciones, en 1918.El libro “Cuentos de la selva” Fue el libro más exitoso para niños de Horacio Quiroga. Este, esta constituido por ocho espectaculares cuentos, siempre con animales y  el hombre como personajes principales, y la selva como escenarios de todos estos cuentos, de eso también proviene el titulo del libro. Los cuentos de Quiroga hablan de hombres en situaciones límite en medio de las fuerzas desatadas de la naturaleza. Para él, la selva fue su lugar voluntario de residencia durante muchos años, la amaba y la temía a partes iguales. Quiroga es un gran naturalista, pero en lugar de indagar en personajes colectivos o en movimientos de masas, coloca a sus personajes entre la vida y la muerte en un medio natural hostil. No se trata de una visión idílica de la selva, ni de una reivindicación socialista contra la explotación del ser humano: Quiroga habla del límite de las personas, de los momentos en los que emerge la bestia rompiendo los castillos construidos por la razón.

               "La tortuga gigante" trata de un hombre que estaba enfermo quien siguiendo el consejo de un amigo suyo, decide irse a vivir al monte. Tenía la esperanza de que el contacto con la naturaleza lo ayudara a recuperar sus fuerzas y a mejorar su salud. Cierto día en el que había ido al monte a cazar vio a un tigre que intentaba comerse a una tortuga. Luego de dar muerte al tigre, pensaba en comerse él mismo a la tortuga, pero cuando se acercó a ella           vio que estaba herida, y tenía la cabeza separada del cuello, que le colgaba casi de dos o tres hilos de carne. El hombre, conmovido, decidió ayudar a la tortuga, que estaba a punto de morir. Vendó sus heridas, y todos los días la curaba y la mimaba. Fue así que la tortuga se recuperó, pero al mismo tiempo, el hombre empeoró en su condición y temía lo peor. Era el momento en que la tortuga podría demostrar su gratitud a quien tanto la había ayudado. Para eso le daba de comer y de beber. Además, por el temor que tenia el hombre de morir solo en el  monte, el animal decidió cargarlo en su caparazón y llevarlo hasta Buenos Aires, la ciudad donde vivía el cazador, donde fue encontrado por su amigo, un director de zoológico, quien ayudo a recuperar al hombre y quien se encargo de cuidar la tortuga. El principio de este cuento sucede en Buenos Aires, que luego se desarrolla en el Monte.
           
Al igual que los otros "Cuentos de la selva", este texto presenta las características de la fábula, ya que sus personajes son animales personificados e incluye una moraleja o enseñanza. Se destaca la presencia de un recurso, a través del cual se atribuyen cualidades humanas a los animales. Es así como el escritor aborda la lección moral de que la fuerza de la voluntad y la solidaridad pueden contribuir a superar las dificultades que enfrentamos. El texto también posee rasgos del cuento realistas tales como la abundancia de diálogos y descripciones, la presencia de un narrador testigo u omnisciente y la utilización de la tercera persona gramatical en la narración. El estilo tan exclusivo de Horacio Quiroga, breve, conciso y de una particular originalidad, combina elementos reales con fantásticos. Pone en el mismo plano al hombre y a los animales integrándolos al ambiente de nuestras selvas misioneras en un marco único e irrepetible. Cuentos de la Selva es una lectura amena, apasionada y didáctica, no sólo para chicos sino también para adultos que tendrán ocasión de releer y recordar a uno de nuestros grandes cuentistas. A pesar de haber sido escrito en 1918, los Cuentos de la Selva, siguen siendo de una actualidad asombrosa al presentar una visión ecologista e identificada con la naturaleza y el hombre. Se presentan los inolvidables  "Cuentos de la Selva" que son utilizados en las lecturas escolares de los cursos de Nivel Primario, del segundo y tercer ciclo de Educación Primaria Básica.
Este cuento como todos los de Horacio Quiroga son recomendables para todas las edades. Compuestos originariamente para sus hijos, tanto ”La tortuga gigante”  como los Cuentos de la Selva han sido leídos y utilizados pedagógicamente por varias generaciones de niños y maestros. Es por eso que no se tiene que perder estas enseñanzas que nos deja una vez más Horacio Quiroga, con este relato, donde hombres en situaciones límite en medio de las fuerzas desatadas hablan de naturaleza, hasta coloca a sus personajes entre la vida y la muerte en un medio natural hostil. No se trata de una visión idílica de la selva, ni de una reivindicación socialista contra la explotación del ser humano: Quiroga habla del límite de las personas, de los momentos en los que emerge la bestia rompiendo los castillos construidos por la razón. "La tortuga gigante" es un cuento que sensibilizará al lector al jerarquizar la empatía y la solidaridad que se desarrollan entre lo previsible y lo inimaginable.

¿Es realmente un sueño?- Por Florencia Gustini


                        
Estoy soñando…

Soy consciente de que estoy en un sueño. Flotó y veo mi cuerpo tendido en la cama; boca arriba, respirando acompasado… dormido plácidamente.

Empiezo a volar; vuelo por encima de las nubes y el mar. Diviso una gran ciudad, sobrevuelo sus altos edificios, contemplo sus antiguos monumentos y me adentro en sus callejones, hasta que decido entrar en una vivienda muy cerca del bosque, donde todo estaba oscuro y los animales de noche me miraban.

Inspeccionó todo, se que nadie me va a reprender por lo que hago y esculco todo; miro en los cajones de un mueble en el living, husmeo en la cocina, en uno de los cuartos un hombre duerme, yo me acerco y contemplo su respirar acompasado. La curiosidad es grande, quiero saber hasta que punto es realidad toda esta situación. Me acerco mucho y el hombre nota mi presencia y se tensiona. Se ha despertado, quiere gritar pero no puede y yo me quedo mirando su expresión de pánico hasta que el hombre puede gritar.

Su grito me devuelve a mi habitación, a mi cuerpo. Me levanto sobresaltado. Ha sido muy extraño este sueño…

Varias noches después del episodio, escucho quejidos, como los de una persona amordazada; es mi madre. Entro en su habitación y la despierto.

-Tranquila, solo era un sueño.

Ella está nerviosa, dice que sintió que alguien entraba al cuarto y se quedaba mirándola, después sintió que aquella presencia se acostaba a su lado y la abrazaba fuertemente.

-No podía moverme- me dijo con voz temblorosa. Quería gritar pero no era capaz. Sentía su respiración en la nuca, luché con todas mis fuerzas hasta que entraste tú y pude librarme. Fue espantoso.

Ella explico el suceso como algo paranormal y contó por varios días el episodio fantasmal a todo el que quisiera oírla. Sin embargo yo sabía que había sido solo un sueño. Pero a mi me quedaba en mi mente algo que me sorprendió en el bosque, nunca sabré lo que era.

Bibliografía de Horacio Quiroga (Por Florencia Gustini)


     Los arrecifes de coral (poemas,1901)
    El crimen del otro (cuentos, 1904)
    Los perseguidos (cuentos,1905)
    Historia de un amor turbio (novela, 1908)
    Cuentos de amor de locura y de muerte (cuentos, 1917)
    Cuentos de la selva (cuentos, 1918)
    El salvaje (cuentos, 1920)
    Los sacrificados (teatro, 1920)
    Anaconda (cuentos, 1921)
    El desierto (cuentos, 1924)
    La gallina degollada y otros cuentos (cuentos, 1925)
    Los desterrados (cuentos, 1926)
    Pasado amor (novela, 1929)
    Más allá (cuentos, 1935)
    El hombre muerto (cuentos)

domingo, 5 de agosto de 2012

Una muerte misteriosa- Por Florencia Gustini


Cada vez que recuerdo ese día, un frío misterioso recorre mi cuerpo y corta mi respiración.
Cuando sonó el teléfono yo estaba a punto de meterme en la cama. Cuando mi padre respondió supe por la voz, grave y taciturna que algo grave ocurría.
Mi mamá hacía una semana que no estaba en casa. Había tenido que viajar 120 kilómetros para atender a mi abuelo que estaba enfermo y como ya estaba mejor, la esperábamos en casa al día siguiente.
La llamada era de mi abuelo. Mi mamá se había caído y se había fracturado la pierna. Mi papá decidió que iríamos inmediatamente para allá. Yo iría con él, ya que no pensaba dejarme solo en casa y mañana faltaría al colegio. Pero era una emergencia y estaría más que justificada mi ausencia.
Después de todo, 120 kilómetros no son tantos y en dos horas, a más tardar estaríamos por allá.
Mi abuelo se negaba a que hiciéramos el camino de noche. No sé que superstición lo acobardaba. Pero la gente de campo tiene esas cosas. Como mi papá insistió. El abuelo le advirtió que no parara en ningún momento cerca de los tilos. Por más que le hicieran señas mujeres o niños. Pero mi papa no hizo caso y enseguida corto.
Así fue como metimos algunas cosas en el bolso y luego de parar en una estación de servicio para cargar nafta continuamos nuestro camino.
Tomamos la autopista. Era tarde y había muy poco tráfico. Luego salimos y tomamos una ruta rodeada de campos. Casi se podía ver todo ya que la luna iluminaba con un reflejo brillante a los grupos de árboles y animales.
Luego de un largo trecho tomamos un camino de tierra. No había ninguna casa por allí, y ningún auto. Todo era campo y oscuridad. Éramos los únicos. La niebla comenzó a descender rápidamente envolviendo al auto.
Mientras avanzábamos, vimos claramente como una mujer con dos niños de la mano estaban parados en medio del camino. Mi padre que iba  bastante rapido reacciono lo antes posible pero el suelo estaba muy resbaladizo y chocamos contra un árbol. El auto se incendio enseguida. Hasta ahí es lo que me acuerdo, luego quede inconciente. Después de nose cuanto tiempo desperté de el golpe tan fuerte. Me encontraba a dos metros del auto más o menos. Todavía era madrugada y estaba oscuro. No había nadie que nos pudiera ayudar, la mujer con los dos niños habían desaparecido. Me dolía todo, no sentía mis brazos ni mis piernas, no me podía mover. Mi padre estaba muerto y alrededor de el una mancha de sangre. No sabia que hacer. En ese momento sentí un alivio en el cuerpo, de a poco se me iban pasando los dolores. La niebla caía sobre mí mientras amanecía. Entonces decidí dormir un rato en el suelo donde me encontraba. Cerré los ojos y empecé a ver la oscuridad que me iba llevando a un camino sin fin. Ahora nose si soy más que un fantasma hablando de su propia muerte, la verdad que no lo se.

domingo, 29 de julio de 2012

Reseña "Un Idilio" - Por Narella Maggio-


“Un Idilio” es un cuento escrito por el conocido autor, Horacio Quiroga, oriundo de Uruguay. Su vida, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los suicidios, culminaron por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse que padecía cáncer de próstata.  Los amores entre hombres maduros y jovencitas adolescentes son protagonistas, una vez más en sus obras. Nuevamente, este cuentista, dramaturgo y poeta puebla nuestra lectura con los avatares eróticos de sí mismo con muchachas jovenes. Publicado en el libro “Raros Matrimonios”, junto con “La voluntad” y “Miss Dorothy Phillips, mi esposa”
El entorno y el tiempo de esta historia no están detalladamente especificados, sin embargo podríamos llegar a obtener una vaga idea de los mismos. Un idilio, frecuentemente definido como una relación amorosa entre dos personas, generalmente breve e intensa, es lo que bien se relata aquí. Situación usual para la época, de un matrimonio por poderes, protagonizada por Nicholson. Este construye un falso lazo con la jovencita Sofía, hija de la señora Saavedra. Sin embargo, finalmente se convierte en una relación amorosa real entre ambos, cuando había empezado por un rechazo mutuo. Olmos el verdadero amor de Sofía, le encomienda a Nicholson, desposar a la joven, permaneciendo de esta manera, hasta su arribo desde España. Olmos confía en Nicholson, atándose a una vieja amistad durante la infancia, sin encuentros previos antes de semejante misión, manteniendo un contacto mediante telegramas.
Este relato posee una lectura sencilla y directa, pero no superficial. Los hechos que se desenlazan durante este escrito, se logran imaginar, hasta el punto de ponerse en el lugar de cada personaje, gracias a la realidad que describe. A pesar de no haber vivido en carne propia un matrimonio arreglado, sin consentimiento de los vinculados, tenemos conocimiento de los mismos. En muchas naciones aún existen este tipo de convenios, ya sea por poderes o interés. Por lo que el texto tiene una gran coherencia. El inicio del texto da lugar a un misterio acerca del señor Olmos, la cual continúa hasta su finalización, lo que permite que el lector tenga el deseo de proseguir con la lectura. En el punto culmine existe un margen para el lector, en el cual el mismo debe recrear los hechos que podrían suceder luego. Es decir que no se deja muy en claro la situación o relación que ambos protagonistas mantendrán.
Aquel que tenga la oportunidad de leerlo, pues le recomiendo que lo haga. Es en un buen modo de pasar el tiempo, descubriendo un poco más sobre la vida de Quiroga quien en cada obra nos deja un pasaje de su vida.  

viernes, 27 de julio de 2012

El Hijo


A la Deriva


El Almohadón de Plumas


Desde el Sur: Horacio Quiroga


El Infierno Artificial

Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.
El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares.
Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos -inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.
...¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.
Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.
Es todo cuanto queda de un cocainómano.
-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!
El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.
Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...
-¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!
¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.
Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?
El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa.
-Y eso, así... ¿la cocaína? -murmuró.
La voz de adentro sonó con inefable encanto.
-¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor... ¿cloroformo?
-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo también... Me mataría antes que dejarlo.
La voz sonó un poco burlona.
-¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.
-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.
Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.
La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.
-Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah, le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su droga a la cocaína. Vaya.
El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.
-¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina... ¿Usted conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no... en fin... ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.
Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.
Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos...
Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.
-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.
-¿Qué, entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.
El hombre se compadeció.
-Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no darán.
Sulfonal, brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!... Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.
Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga!
Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre, sin vida-miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la curación.
Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a descocainizarme.
¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito con cocaína... Ahora calcule usted lo que es pasión.
Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.
La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba visiblemente.
-Sí -prosiguió la voz- es el principio... Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.
Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural.
La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico...
Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.
Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.
En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.
Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.
Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente lujo de su falda inmaculada!
Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.
Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el profundo goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue la sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años... y con esa hermosura!
Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría extrañeza.
-Sí... -murmuré.
-No, no... -repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados movimiento de su cabellera.
Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.
¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos abiertos fijos en el techo.
Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!
Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.
-Matémonos -le dije.
Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:
-Matémonos -murmuró.
Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.
-Aquí no -agregó.
Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me maté a mi vez.
Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!
¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver, entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos muertos, que volvían obstinados...
La voz se quebró de golpe.
-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!
FIN

La Gallina Degollada


Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.